The Objective
Pablo de Lora

Hasta los h...

«Digamos lo que digamos, probemos lo que probemos, actuemos como actuemos, somos machistas por el mero hecho de ser (hombres)»

Opinión
Hasta los h…

Ilustración de Alejandra Svriz.

Estimada ministra de Igualdad

He visto con mucha atención el vídeo de la campaña ‘Por huevos‘, protagonizado por el actor Paco León. Un prodigio visual. También su intervención en el acto de presentación, y la de la secretaria de Estado, la señora Guijarro. La idea, por lo que veo, es que entre todos propiciemos una suerte de «nueva masculinidad», menos expuesta a las perniciosas consecuencias de los excesos de testosterona. Su segunda, la señora Guijarro, se adornó citando incluso a la Simone de Beauvoir de El segundo sexo. Ya sabe, el manido: «No se nace mujer, se llega a serlo». Así como las feministas —«que hemos leído», nos dice— se han planteado, pace la de Beauvoir, en qué consiste ser mujer (en España, como bien sabe, serlo a todos los efectos jurídicos e institucionales ya solo consiste en «querer serlo y declararlo ante el Registro Civil»), se trataría ahora de que nos preguntemos qué es ser hombre. Volveré al final sobre ello. 

Le voy a contar cuál es el problema, señora ministra. Y lo haré con una historia personal —ya sabe, como feminista, que «lo personal es político (y jurídico)»— pero no me detendré en lo anecdótico, sino que (me) elevaré a la categoría, o conjunto de categorías; que son bien conocidas, y han sido reiteradas hasta la náusea, por otro lado. Pero parece que no huelga insistir, sino que sigue siendo debido, casi, si me lo permite, un modesto servicio público.

Mi pequeño relato involucra a alguien muy cercano, desgraciadamente envuelto, como tantos, en una crisis matrimonial. El caso es que su mujer, en el curso de una de esas desavenencias, le agrede. Y él, le echa h… y, como debe ser, no repele la agresión, sino que acude al hospital —sangraba por un oído— y a continuación a la comisaría. Con el parte de lesiones y el atestado policial, solicita, en el curso de la instrucción, a su mujer —detenida por los hechos, presuntamente constitutivos de un delito de violencia doméstica— una orden de protección. El fiscal no la requiere y el juez no evidencia situación de riesgo grave que avale esa medida cautelar; por ello, la deniega. 

Pocos días después ella llama a la policía de madrugada acusándole de haberla agredido. Él – y un familiar suyo que llevaba días yendo a pernoctar a la casa previendo males mayores— que está durmiendo en otra habitación, no entienden nada cuando escuchan los gritos de ella. A punto de llegar la patrulla ella se autolesiona dándose un golpe contra la pared. A pesar de la insistencia de él sobre la patraña, y de que el agente de policía es sensible a la situación, se lo tiene que llevar detenido. «Yo no me la puedo jugar», le dice comprensivo. «Es el protocolo». 

Es víspera de largo puente. Él «duerme» en comisaría, depone – sus necesidades mayores— sin privacidad alguna frente a una agente que le ha pedido disculpas por el trance; come el rancho que corresponda, y, más de 30 horas después, es conducido, esposado, a los juzgados de violencia contra la mujer donde se celebrará una vista en la que la juez encargada de la instrucción tendrá que decidir sobre las medidas cautelares, no solo sobre la orden de protección que ella ha solicitado sino también las de carácter civil (tienen un hijo de 5 años): atribución de la vivienda familiar, suspensión de visitas, guarda y custodia, entre otras. 

En la vista, ella le acusa de delitos gravísimos, hechos de comprobable falsedad, pero la declaración testifical y los vídeos – desde la primera agresión de ella, solo se hablan grabándose con el móvil— persuaden a la juez de no adoptar esas medidas. Él, que vuelve finalmente a (su, privativa) casa, le echa h…os y no la denuncia por ese conjunto de patentes, obvias mentiras. Tampoco se ha deducido testimonio alguno para que se proceda por la posible comisión del delito de denuncia falsa. Total: como usted, señora Redondo, y la Fiscalía General del Estado, y el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del CGPJ, y la gran mayoría de los medios de comunicación, y el sursum corda nos advierten, las denuncias falsas «no existen». Les pasa un poco como a «Orense» o «Sangenjo». Bueeeeeeno, son un «0,0084%». Más o menos el porcentaje que derivaríamos de «delitos de tortura en la España de 1939-1975» si tomáramos como referencia el número de condenas por tal delito (nota a pie: el ínfimo porcentaje que se esgrime de denuncias falsas por violencia de género corresponde al de casos de presunta denuncia falsa que, habiendo sido juzgados, concluyen con una sentencia condenatoria). 

Señora ministra, podría contarle muchas otras historias parecidas. ¿Se acuerda de Fernando Valdés Dal-Ré? En esta misma que conozco bien (dispongo de toda la documentación si le interesara) y que le acabo de resumir, así como en otros relatos semejantes, tendrían un papel destacado buenas y queridas amigas y colegas, feministas todas ellas, competentes profesionales del Derecho – algunas jueces, ilustres penalistas, etc.— sensibles a un problema que no se puede obviar, pero que igualmente se muestran preocupadas, escandalizadas incluso, por las terribles derivadas de este muy mal engrasado engranaje institucional para luchar contra la violencia de género. A veces ellas mismas lo han sufrido, de forma mediata, en las carnes de sus propios familiares, varones (cuñados, hermanos, hijos), expuestos a tratos y procesos denigrantes, denuncias instrumentales, amenazas de no volver a ver a sus hijos, riesgos financieros y económicos severos. Pero todas ellas, o la inmensa mayoría, lo hablan medio en voz baja, si acaso en petit comité o en círculos de confianza. Usted lo sabe bien.  

«Si me lo permite, señora ministra, aplíquense el cuento y sean de verdad fieles a ese legado, a la mejor tradición del feminismo encarnado en tantas y tantas pensadoras de fuste»

Voy a la categoría, al problema anunciado, la fatal avería que tiene su testicular campaña: ustedes no desean, en puridad, que sea aplicable esa noción de género que propagó Simone de Beauvoir y que podamos ser, y ser considerados, de otro modo. Ustedes, a los varones, a todos, nos quieren, nos necesitan, de hecho, como «hombres machistas por naturaleza», irredimibles, incapaces de llegar a ser otra cosa (uno podría decir que insisten en ello por sus «santos ova…s»). ¿Cómo si no se explica el propio presupuesto, la viga maestra de este siniestro edificio que constituye esa política o políticas públicas – hard y soft law, medidas en el orden civil, social, administrativo, por supuesto penal, pero también protocolos, y pura hegemonía cultural gramsciana— que constituye la «lucha contra la violencia de género» en España? 

Ustedes han consagrado una jurisdicción especial que no tiene parangón en el mundo; incentivos sin fin a las víctimas de violencia de género, muchos de ellos de muy difícil justificación y rebajando hasta el esperpento la condición de «víctima» (y por cierto: banalizando con ese expediente la condición de las muchas mujeres que lo son de manera auténtica y por hechos muy graves y de todo punto repudiables); pero, sobre todo, han posibilitado, con la inestimable ayuda del Tribunal Constitucional, una asimetría en el tratamiento penal de la violencia doméstica o intrafamiliar (así se denomina en la inmensa mayoría de las jurisdicciones) que es, no solo perfectamente incompatible con el principio de igualdad de la Constitución española, sino con la creencia en que los hombres podemos redimirnos y ser individualmente considerados, no como pertenecientes – hagamos lo que hagamos— a la clase heteropatriarcal opresora: ¿pero cómo podríamos «echar los huevos» que nos reclaman si es iuris et de iure la presunción de que siempre que agredimos o vejamos, física o psicológicamente, siquiera sea levemente, a nuestra pareja o expareja, lo hacemos por afán de dominación, porque con nuestra acción, por leve que sea, añadimos incontestablemente un granito al montón de arena del patriarcado que desde tiempo inmemorial nos asola? Digamos lo que digamos, probemos lo que probemos, actuemos como actuemos, somos machistas por el mero hecho de ser (hombres). 

Así que, si me lo permite, señora ministra, aplíquense el cuento y sean de verdad fieles a ese legado, a la mejor tradición del feminismo encarnado en tantas y tantas pensadoras de fuste, y que también Simone de Beauvoir sintetizó felizmente: «la biología (los h….s, cabría decir) no es destino». El edificio, desde el punto de vista racional y de justicia básica, está en ruina desde hace tiempo, aunque, como en el cuento de Andersen, casi nadie quiera verlo. Debería pensar en su reconstrucción, señora ministra. 

Échele ova..os.

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