The Objective
Jorge Freire

Con mallas y a lo loco

«Para muchos de nosotros, los noventa no fueron Lady Di o Bill Clinton, sino Jim Lee y esos ocho millones de copias. Qué felices fuimos con aquellas mallas de colores»

Opinión
Con mallas y a lo loco

Cómic X-Men de Jim Lee. | Redes sociales

De los noventa se ha dicho todo o casi todo: del grunge a Filesa, pasando por la Expo de Sevilla y los cabezazos de Zamorano. Como los documentales presentan esos años como un cruce entre los Smashing Pumpkins y Luis Roldán, pasa inadvertido que en otoño de 1991 un tebeo vendió más de ocho millones de copias, marcando el tono estético de la década.

¡Ocho millones! El mayor fenómeno editorial de la historia del cómic. Y, sin embargo, nadie lo cuenta. Quizá porque lo más popular que han hecho los estudiosos de la cultura pop ha sido redactar sesudas écfrasis de los grafitis del muro de Berlín, como si fuesen frescos de Pompeya. ¿Será que no soportan que el acontecimiento editorial de la década fuera un vulgar tebeo, dibujado por un surcoreano barbilampiño de veintiséis años y sostenido por una trama tan endeble como un taburete cojo? 

Porque, seamos sinceros: el primer número de X-Men, obra cumbre del dibujante Jim Lee, era un despropósito delicioso. Cinco portadas distintas, armas descomunales, músculos inflados como balones de Nivea. ¡El espíritu de su tiempo! Ahora Panini reedita toda esa etapa en el duodécimo tomo de su colección Omnigold y yo me he metido entre pecho y espalda sus más de seiscientas páginas.

Todo empezó en un despacho. El editor Tom DeFalco ya había dado la campanada fundando una serie de Spider-Man sin ninguna de esas buzz words con que encabezaban los títulos desde los tiempos de Martin Goodman (epítetos de feria como amazing o spectacular), y la ocurrencia se había traducido en más de dos millones y medio de ejemplares vendidos; sobra decir que el estilo de Todd MacFarlane seguramente tuvo algo que ver. Así que decidió aplicar la misma receta a los mutantes, quitándoles el uncanny y poniéndoles cinco portadas distintas, lo que atrajo a coleccionistas y especuladores. 

A la baraja se sumaba un Jim Lee en estado de gracia, que había dejado huella en Punisher War Journal (entintado por Scott Williams con devoción de monje medieval) y venía de deslumbrar en las series mutantes bajo el verbo febril de Chris Claremont. Pero Claremont, pobrecito, ignoraba que su largo reinado estaba periclitando. Llegaba la hora de los dibujantes estrella, impetuosos y radiantes, que no necesitaban nada más que un buen entintador para brillar: ¡ni siquiera guiones!

De este tebeo viene todo: lo peor, claro, porque a partir de entonces se multiplicaron los imitadores de Lee, convencidos de que el secreto consistía en añadir rayitas (o en poner más ceños fruncidos que en una reunión de vecinos), aun a despecho de que la historia hiciese aguas. Pero también lo mejor: la creencia de que el tebeo volvía a ser relevante, que había que leerlo para estar al día, como quien escuchaba el Achtung, baby o acudía al cine a ver Terminator 2 para tener conversación en el recreo. El cómic dejaba de ser cosa de cuatro frikis con bozo y se colocaba en el centro de la conversación cultural.

«El cómic dejaba de ser cosa de cuatro frikis con bozo y se colocaba en el centro de la conversación cultural»

Abrir sus páginas es como reencontrarse con viejos amigos de juventud: entrañables, exagerados, imposibles. Gámbito, Júbilo y Pícara no han brillado así desde entonces ni Magneto, haciendo honor a su nombre, ha exhibido tal magnetismo. Cierto es que a lo largo de veinticuatro páginas inverosímiles los superhéroes no hacen más que posar como maniquíes de escaparate. Y, sin embargo, hay algo irresistible en ello: una frescura insolente, una fe ciega en su propio poderío que el cómic jamás ha vuelto a exhibir con tal alegría.

Luego vino la resaca: las tiendas cerraron, Marvel quebró y los críticos, ojizainos y rencorosos, se cebaron con la Generación Image como quien se ensaña con los repetidores de la clase. Y de aquellos polvos estos lodos: los dibujantes calcones y fotorrealistas, aburridos e indistinguibles entre sí, que hoy nos toca sufrir porque ya nadie tiene el descaro de dibujar mal, de dibujar rápido, de dibujar con rabia.

En el colegio de mi amigo Jorge San Miguel se levantaron dos trincheras: los que defendían a Jim Lee y los que veneraban a Alan Davis. Los primeros apostaban por el espectáculo, los segundos por la seriedad y el clasicismo. La vieja dicotomía: Desafío Total Glengarry Glen RossSensación de vivir o Doctor en Alaska, Guns N’ Roses o Dire Straits. Con Knopfler sabías que había técnica, virtuosismo, oficio… Pero el cuerpo te pedía poner Welcome to the Jungle. La sorpresa es que, casi cuarenta años después, descubres que Appetite for Destruction no solo era adrenalina, humo y espejos. Y algo parecido ocurre con el talento de Lee.

¡Gloriosos noventa! Pantalones demasiado anchos, flequillos demasiado largos, superhéroes demasiado inflados. La vida, sencillamente, no se medía por su exactitud anatómica. ¿Que todo aquello era ridículo y hortera? Por supuesto, pero las épocas se reconocen por sus gestos. Y esta se resume en aquel mural de la Patrulla-X lleno de dientes apretados y curvas praxitélicas. Para muchos de nosotros, los noventa no fueron Lady Di o Bill Clinton, sino Jim Lee y esos ocho millones de copias. Qué felices fuimos con aquellas mallas de colores.

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