La extraña enfermedad de España… y de Europa
«Hemos heredado la idea de libertad y de igualdad, pero el ánimo que las hacía fecundas se ha diluido en la queja y en el miedo, lo que ha acabado desvirtuándolas»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Robert Nisbet advirtió hace casi medio siglo que el progreso podía morir no por falta de recursos o de talento, sino por el agotamiento de las convicciones que lo habían hecho posible. Durante 25 siglos, Occidente sostuvo su avance sobre supuestos tan simples como fundamentales: que el pasado encierra un valor que conviene conservar, que nuestra civilización había producido logros dignos de ser ensalzados, que el crecimiento económico y los avances tecnológicos son aliados imprescindibles de la mejora humana, que la razón y la ciencia ofrecen una brújula más fiable que la vehemencia dogmática, y que la vida, cada vida, tiene un valor intrínseco que ninguna ideología o creencia tiene derecho a relativizar.
Son estas convicciones, y sobre todo el estado de ánimo que las acompañaba, las que permitieron a sociedades, en apariencia condenadas, protagonizar gestas históricas. España es quizá el ejemplo más paradigmático: como recuerda John H. Elliott, pasó de ser una tierra árida, empobrecida y durante siglos sometida, a descubrir América y desencadenar un salto civilizatorio sin precedentes, mucho mayor —en visión y trascendencia— que el del Imperio
Británico, que en comparación fue meramente administrativo. Esa transformación no fue producto de la abundancia material, sino de un ánimo expansivo, de un espíritu de frontera que llevó a cruzar el océano para ver qué había al otro lado.
Hoy, en cambio, las premisas de la idea de progreso occidental se tambalean. El pasado se juzga como culpa, nuestra civilización se percibe como un pecado histórico, el crecimiento económico se presenta como amenaza para el planeta, la razón es sospechosa frente a la vehemencia y la vida misma se degrada a mera variable de cálculo, hasta el punto de que hemos acabado percibiendo tener hijos como una amenaza para el planeta y para nuestras aspiraciones personales.
El problema ya no es solo intelectual: ha escalado a la categoría de anímico. Hemos pasado de avanzar con confianza a contemplar el horizonte con fatiga, miedo y resentimiento. Y sin ánimo, nuestra supervivencia queda seriamente comprometida.
La era del reproche
Cada época histórica ha tenido un tono vital, un aliento que la definía. El Renacimiento exhalaba entusiasmo por el descubrimiento; la Ilustración, fe en la razón; la posguerra europea, voluntad de reconstrucción. Incluso la eclosión del cristianismo supuso un impulso inédito: al proclamar el libre albedrío como condición humana abrió el camino a la libertad individual, y al afirmar la igualdad de todos los hombres ante Dios puso los cimientos de la igualdad ante la ley. No eran solo dogmas religiosos, sino intuiciones morales que terminaron impregnando la civilización
entera. Los fundamentos sin los cuales Occidente no sería Occidente.
«La política ya no compite por quién proyecta la visión más estimulante, sino por quién proclama el apocalipsis más convincente»
Nuestra época, en cambio, parece definirse por el reproche: reproche al vecino, al político, al empresario, al ciudadano con ambición, a la nación, a Occidente entero. La crítica ya no es el primer paso hacia la mejora, sino un destino finalista: la crítica por la crítica, la queja como onanismo. Se denuncia, se lamenta, se dramatiza… y ahí acaba todo.
Nunca hubo tantos profetas alertando de cataclismos inminentes —climáticos, sociales, migratorios, tecnológicos— y nunca tan pocos capaces de imaginar y señalar un horizonte deseable. Lo que debería ser análisis constructivo se ha convertido en industria del lamento, de la queja, del agravio. La política ya no compite por quién proyecta la visión más estimulante, sino por quién proclama el apocalipsis más convincente.
La admonición como política
En España este estado de ánimo corrosivo ha alcanzado su forma más perfeccionada. El actual presidente del Gobierno ha convertido la política en un juego de admoniciones y etiquetas: todo aquel que le critique, desde un periodista a un juez, acaba siendo arrojado a la «fachosfera» o a la «bulosfera». Dos contenedores psico-ecológicos donde enterrar a cualquiera que suponga un freno a sus abusos. No importa la solidez del argumento, la veracidad de la noticia, la contundencia del dato o la evidencia de los hechos: si contradice al presidente, se recicla como facha o como bulo.
Especialmente reveladora fue la frase que pronunció hace poco, durante una entrevista que hubiera hecho sonrojar de orgullo a la prensa cortesana del chavismo: «Hay jueces haciendo política y políticos que tratan de hacer justicia». De una coz, deslegitimaba a quienes pretendían recordarle que la ley está por encima de todos, incluso del propio presidente. Y convertía la búsqueda de justicia en una colina prohibida. Una colina a la que está vedado subir y que debe percibirse peligrosa.
Es el ejemplo perfecto de cómo la política se ha transformado en admonición. El Gobierno no abre horizontes, los clausura. No anima a caminar, advierte del castigo si alguien osa hacerlo. La oposición, por su parte, replica con su propio catálogo de admoniciones, y entre unos y otros nos han dejado atrapados en un país donde lo único que progresa es un manual de resistencia basado en las descalificaciones y los insultos.
El miedo tecnológico
Nada refleja mejor este ánimo enfermizo que la relación con la tecnología. La inteligencia artificial es presentada como amenaza existencial, cuando en realidad no es más que lo que siempre fueron las herramientas: prolongaciones del ingenio humano. No es la primera vez que sucede. Cuando echaron a andar los primeros ferrocarriles, hubo médicos que aseguraron que viajar a 40 km/h mataría a los pasajeros de los trenes. Tampoco faltaron quienes predijeron que la electricidad reduciría ciudades enteras a cenizas y electrocutaría a todos los residentes.
«Quienes señalan a la IA como una amenaza transhumanista, lo que están poniendo de relieve sin saberlo es lo peligrosas que pueden resultar la superchería y la estupidez humanas»
La hostilidad hacia la innovación es tan antigua como la innovación misma. Pero nunca antes había calado tan hondo. Sin embargo, la realidad es mucho menos espectacular: la IA no reduce el esfuerzo, lo que hace es multiplicar su rendimiento. Su uso obliga a ser más exhaustivo, a comprobar más, a profundizar más. De lo contrario, el resultado será igualmente mediocre. No sustituye la inteligencia propia, la exige. La utilidad de la IA depende de formular las preguntas correctas y contrastar los resultados. Y esa capacidad intelectual es y será exclusivamente humana. Por supuesto, toda herramienta es susceptible de ser mal empleada. Sin embargo, la responsabilidad siempre será nuestra. Nos son los automóviles los que atropellan peatones: son sus conductores.
En realidad, quienes señalan a la IA como una amenaza transhumanista, lo que están poniendo de relieve sin saberlo es lo peligrosas que pueden resultar la superchería y la estupidez humanas. El problema no es la herramienta, sino el ánimo con que se contempla. Si es miedo, todo avance será una amenaza. Si es ambición, será una oportunidad. Y por ahora, en nuestra sociedad, gana el miedo por goleada.
El resentimiento institucionalizado
En España, el resentimiento ha dejado de ser un clima social para convertirse en estrategia institucional. El Gobierno cultiva la crispación como método de supervivencia. La oposición, que parece ir a remolque, le imita. El resultado es una democracia exhausta, reducida a un intercambio de acusaciones sin esperanza ni horizonte más allá del «vótame a mí» porque yo lo valgo… y porque el otro es el diablo.
Nadie ofrece un bien deseable, solo se denuncian males ajenos. La política, que debería abrir caminos, se dedica a impedir que el adversario avance un centímetro. El círculo virtuoso de la negatividad.
El contraste con nuestra historia es doloroso. Europa sobrevivió a la peste negra, que aniquiló a la mitad de su población, y aun así siguió levantando universidades y catedrales. Tras la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, con ciudades reducidas a escombros, nuestros padres y abuelos alumbraron el periodo de paz y prosperidad más prolongado en intenso de nuestra historia.
Hoy, paradójicamente, en la etapa más próspera y con más posibilidades, predomina el desencanto y el miedo. Hemos pasado de soñar con colonizar Marte a temer a los algoritmos. El mismo Occidente, que sobrevivió a guerras, pestes y dictaduras, hoy parece incapaz sobreponerse a la amenaza de una bolsa de plástico o del tapón de una botella.
La clave de bóveda
Las ideas importan, sin duda. También las instituciones y la política. Pero lo que finalmente define la supervivencia de una sociedad es el estado de ánimo con que afronta sus desafíos. Ningún arsenal de recursos, ningún presupuesto, ningún paquete de políticas sociales servirá si la disposición vital que impera es negativa.
Políticos, intelectuales y ciudadanos deben replantearse no solo lo que piensan, sino cómo contemplan el mundo. Porque mientras el ánimo siga dominado por el miedo y el reproche, cualquier horizonte estará vedado. No habrá final feliz si no recuperamos el ánimo que acompaña a la idea de progreso.
«Progreso no es un eslogan, ni una técnica, ni un programa de partido. Es, antes que nada, un ánimo»
La historia española ofrece la mejor lección: de tierra árida y sometida, fue capaz de lanzarse al océano y dar un salto civilizatorio sin precedentes. Hoy, en cambio, somos un país más pendiente de reciclar insultos en la fachosfera y la bulosfera que de abrir caminos. Hemos heredado la idea de libertad y de igualdad, pero el ánimo que las hacía fecundas se ha diluido en la queja y en el miedo, lo que ha acabado desvirtuándolas.
Progreso no es un eslogan, ni una técnica, ni un programa de partido. Es, antes que nada, un ánimo. Y si España —y Occidente con ella— no lo recupera, la próxima colina quedará para siempre al otro lado. Otros la tomarán por nosotros, y entonces descubriremos, demasiado tarde, que la peor derrota no es perder el futuro, sino haber renunciado a conquistarlo.