The Objective
Miguel Ángel Benedicto

El autoritarismo de los 'Trumpchez'

«Uno gobierna como dueño del rancho. El otro, como amo del cortijo. Ambos proyectan un poder personalista y carecen de empatía»

Opinión
El autoritarismo de los ‘Trumpchez’

Ilustración de Alejandra Svriz.

El gesto sombrío de Trump y Sánchez en las últimas semanas y la erosión de sus propios proyectos de poder les pasan factura en ese rostro que parecen no tener. El autoritarismo, disfrazado de progreso o de patriotismo, deja siempre un rastro de desgaste en quienes lo ejercen.

A primera vista, parecen polos opuestos. Sánchez se presenta como el adalid de un progresismo europeísta defensor de las minorías y las causas perdidas, mientras Trump encarna un populismo nacionalista dispuesto a dinamitar consensos liberales en Estados Unidos. Sin embargo, bajo esas diferencias de superficie, los dos comparten la peligrosa inclinación de construir un poder personalista en el que las instituciones se subordinan al líder y la división de poderes deja de ser un principio democrático para convertirse en un obstáculo. Ambos dicen estar en el lado correcto de la historia.

Trump y Sánchez comparten, además, un ego desmedido que los lleva a presentarse como imprescindibles para la supervivencia del país. Trump llegó a afirmar que solo él podía «hacer grande a América otra vez», como si la democracia dependiera de su permanencia en el poder. Sánchez, en la misma línea, se exhibe como único capaz de frenar a la derecha y preservar un supuesto progreso que, sin él, estaría condenado a desaparecer. Este narcisismo político se traduce en una constante tentación al desaparecer teatralmente de la escena pública para volver como salvadores o reforzar la idea de que cualquier alternativa política es peligrosa o ilegítima. La democracia se convierte en rehén del ego del líder.

Trump nunca camina solo, le acompaña el conglomerado de los MAGA (Make America Great Again), un bloque compacto de seguidores convencidos de que cualquier derrota suya sería el principio del fin de Estados Unidos. Pase lo que pase, incluso con procesos judiciales y condenas en marcha, su lealtad permanece intacta. Sánchez, a su manera, también tiene su guardia pretoriana los MASGA (Make a Sánchez Great Again). Un núcleo igualmente compacto, convencido de que no existe nada peor que un gobierno de derechas y dispuesto a cerrar filas sin importar los escándalos. Para los MASGA, que se pille a políticos de su color con las manos en la masa resulta irrelevante: lo importante es sostener al líder frente a un enemigo al que perciben como absoluto, por moderado que sea. La democracia se resiente cuando los partidos se convierten en trincheras y los líderes en símbolos incuestionables. Los movimientos que apoyan a los dos presidentes alimentan un ecosistema político donde la crítica interna desaparece y la lealtad sustituye al debate.

Ambos presidentes han practicado la política del kleenex con sus colaboradores. Quienes sirven al líder son útiles mientras se subordinan, pero en cuanto pierden valor político o muestran autonomía, se convierten en prescindibles. Trump defenestró a secretarios, consejeros y asesores con la misma rapidez con que los encumbró, recuerden a Elon Musk, generando un clima de inestabilidad permanente en la Casa Blanca. Sánchez ha seguido un patrón parecido con relevo de ministros sin explicación, socios parlamentarios despreciados tras haberles dado apoyo, e incluso altos cargos económicos o empresariales reemplazados cuando ya no encajaban en el guion de la Moncloa.

«Si Trump levantó un muro físico y simbólico contra la inmigración ilegal y el islam, Sánchez ha erigido vallas ideológicas en el interior de España, dividiendo a la sociedad entre fachosfera y progresismo»

La comunicación es otra trinchera decisiva. En España, el proyecto de ley de Información Clasificada impone fuertes multas a los periodistas por revelar documentos secretos y otorga a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia el papel de evaluar el pluralismo en el sector y su independencia. Además, el Ejecutivo no ha dudado en condicionar la línea editorial de RTVE y en despreciar a la prensa crítica, a la que engloba en una difusa fachosfera hostil. Trump convirtió a la prensa en «enemigo del pueblo», lanzó amenazas contra periodistas y cadenas críticas y alentó un clima de hostigamiento hacia quienes no se sometían a su narrativa. Los dos líderes han comprendido que sin control del relato no hay hegemonía política, y ambos coinciden en erosionar la libertad de prensa para blindar su poder.

Otro rasgo compartido es el uso del flooding the zone, la inundación deliberada de la agenda mediática con novedades diarias para tapar escándalos y desgastar la capacidad de la opinión pública de procesar la información. El presidente americano convirtió cada amanecer en un espectáculo de tuits, declaraciones o polémicas nuevas, relegando al olvido las investigaciones judiciales que lo acechaban. El jefe del Gobierno español, por su parte, multiplica anuncios, planes y giros de guion, generando una cortina de humo constante que desplaza cualquier debate serio sobre corrupción, pactos opacos o cesiones controvertidas.

Si Trump levantó un muro físico y simbólico contra la inmigración ilegal y el islam, Sánchez ha erigido vallas ideológicas en el interior de España, dividiendo a la sociedad entre fachosfera y progresismo, en leales y enemigos. Ambos han encontrado en la polarización su hábitat natural, porque cuanto más separada está la sociedad, más necesario se vuelve el líder como árbitro y como garante. Estos muros no solo fracturan el presente, también impiden la construcción de consensos a largo plazo, debilitando la cohesión social que toda democracia necesita para sobrevivir

Los dos presidentes gobiernan sociedades cada vez más desiguales cuyos problemas reales no solucionan. En su lugar, prefieren alentar el miedo a que llegue al poder «el diferente». Trump construyendo un relato contra inmigrantes y progresistas; Sánchez dibujando una fachosfera que supuestamente amenaza la democracia.

El autoritarismo de los Trumpchez también se refleja en su relación con los escándalos judiciales. Trump ha pasado a la historia como el primer presidente estadounidense imputado en múltiples causas penales y condenado en un tribunal, y aun así volvió al poder. Sánchez, aunque con un estilo distinto, vive rodeado de un contexto similar. Su entorno más cercano ha sido alcanzado por la justicia; miembros de su familia y dos secretarios de organización del PSOE están imputados. En lugar de marcar distancia, el presidente ha optado por blindarse, presentar las investigaciones como maniobras políticas y replegar a su partido en una defensa cerrada.

«El Parlamento, núcleo de la democracia representativa, se convierte en un actor secundario en el modelo Trumpchez»

El líder del PSOE no ha dudado en cuestionar la independencia judicial como en la última entrevista en TVE donde llegó a insinuar que los jueces actúan movidos por motivaciones políticas, un ataque directo a la legitimidad del poder judicial. Trump actuó de manera más agresiva al utilizar los nombramientos en el Tribunal Supremo como una palanca ideológica, desacreditó a jueces que frenaron sus decretos migratorios y, tras perder las elecciones de 2020, impulsó una ofensiva judicial destinada a revertir el resultado. La conclusión es clara para ambos, la justicia no es un árbitro imparcial, sino una herramienta que debe alinearse con la voluntad del Ejecutivo.

El Parlamento, núcleo de la democracia representativa, se convierte en un actor secundario en el modelo Trumpchez. El presidente español ha reducido la función legislativa a un trámite, abusando del decreto-ley y limitando la capacidad de debate. En la práctica, el Congreso ha sido despojado de su papel de contrapeso y convertido en caja de resonancia del Ejecutivo. El líder estadounidense fue más allá, pues no solo bloqueó la Cámara de Representantes, sino que llegó a desconocer el resultado electoral, alentando el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. En ambos casos, las instituciones representativas dejan de ser sagradas y se transforman en piezas del engranaje político que solo valen en la medida en que sostienen al líder.

El control de los órganos económicos independientes constituye otro punto de convergencia. En Madrid, el Gobierno colocó a un exministro socialista al frente del Banco de España, provocando la dimisión de varios cargos técnicos y debilitando la credibilidad de la institución. Trump replica esta lógica en Washington presionando a la Reserva Federal para forzar bajadas de tipos de interés o expulsando a una gobernadora crítica.

Aunque ambos parezcan distintos por sus posicionamientos en torno a la OTAN o a Israel, la realidad es que Sánchez y Trump comparten un mismo denominador común, lo que les guía no es la coherencia ideológica ni la defensa de principios, sino la necesidad de permanecer en el poder a cualquier precio.

España y Estados Unidos son democracias cada vez más desgastadas. La experiencia de los Trumpchez demuestra que el autoritarismo no siempre llega con uniformes ni con golpes de Estado. A menudo se construye con decretos, nombramientos partidistas, leyes oportunistas y la colonización lenta de las instituciones.

Uno gobierna como dueño del rancho. El otro, como amo del cortijo. Ambos proyectan un poder personalista y carecen de empatía: Trump quedó retratado en la frialdad con la que afrontó la tragedia del covid; Sánchez, en su distancia frente a catástrofes como la dana o los incendios. Para ellos, la ciudadanía es un decorado, no el centro de la acción política. Y esa es quizá la herida más profunda que deja el autoritarismo: vaciar la democracia de su contenido humano.

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