The Objective
Antonio Elorza

La miseria del patriotismo

«Abascal habla de regular la inmigración pero no precisa en qué términos legales y sí declara que su fin es el freno definitivo a la islamización de España»

Opinión
La miseria del patriotismo

La bandera de España. | Eduardo Parra (Europa Press)

En su libro Por amor a la patria, Maurizio Viroli ofrece un recorrido histórico, necesario para entender las mutaciones y la ambivalencia de los conceptos de «patria» y «nación», que tanta importancia han tenido en los dos últimos siglos, habiendo sido objeto de tantas simplificaciones y lecturas deformantes. Sin salir de nuestro país, pensemos en la distancia que separa a la sacralización de la nación, de que la supuestamente propia y exclusiva es objeto por parte de nacionalistas catalanes y vascos, con la inevitable negación de la española. Ello provoca lógicamente una respuesta de satanización de la nación desde la conciencia democrática, que debiera tener por blanco, no a la nación como tal, sino a los nacionalismos y sus formas.

Catalunya no tiene la culpa de que su causa haya sido encabezada y definida por Quim Torrá o Carles Puigdemont, ni el País Vasco de Arzalluz o ETA, de la misma manera que el socialismo democrático no la tiene de Pedro Sánchez o José Luis Rodríguez Zapatero. Y tampoco la nación española es Francisco Franco o sus epígonos, aun cuando el análisis de todos esos casos de identificación entre nación y sinrazón política resulte imprescindible para afrontar el callejón sin salida en que la aplicación de tales conceptos se encuentra en la actualidad.

En nuestro caso, por efecto de esa ceremonia de la confusión, ha quedado cegada por efecto de la vía de solución abierta con audacia y rigor por la Constitución de 1978. Porque la nación española existe, y las nacionalidades/naciones vasca y catalana, también. Lo prueba la base empírica disponible, tanto política (series electorales) como sociológica (encuestas de identidad), sobre el telón de fondo de la historia. Con esos datos en la mano, solo una conjugación jerarquizada, como la de los artículos 2º y 3º, creaba la base para una convivencia democrática.

Otra cosa es que la ausencia de un desarrollo posterior, en sentido federal, más las presiones y tácticas excluyentes de nacionalistas catalanes y vascos, hayan abocado al citado callejón sin salida, ejerciendo un auténtico totalitarismo horizontal, lo que yo llamo una estrategia totalista, aplicable también al islamismo o al hinduismo de Modi hoy. Ha sido un intento en gran medida logrado, de forzada homogeneización independentista de la opinión, excluyendo el nexo con España, que aun herido, permanece, con la Constitución como referencia esencial.

Es en el tiempo, en la larguísima evolución reseñada por Viroli, donde se aprecia el abismo que aleja el concepto democrático de la patria, como espacio de la libertad y de la entrega del ciudadano, en sus orígenes, de la República romana, o en Maquiavelo, frente a la invocación en el último siglo del patriotismo como supuesto de la afirmación agresiva de quienes dirigen o aspiran a dirigir un grupo humano, contra y sobre el exterior, e incluso frente a la mayoría que el mismo grupo no comparte esa actitud excluyente.

En términos lógicos, la distinción es clara. Lo es mucho menos en la práctica, a partir del momento auroral en que la Revolución francesa se entrecruzan las ideas de nación y de patria, en primer término, y a su lado la vocación universalista, de fraternidad entre las naciones y paz, de raíz ilustrada, con el militarismo y la conquista, que culminan en el imperialismo napoleónico. Las contradicciones arrancan del mismo protagonista de esa metamorfosis, Napoleón, patriota corso que siendo ya joven oficial francés, condena la guerra de conquista y como buen abertzale corso, cree en el deber patriótico de matar al primer francés que uno encuentre.

Luego aplicará la receta al pueblo de Madrid el Dos de Mayo, en nombre de los intereses franceses y pondrá en acción una implacable política represiva del particularismo de Córcega. Por añadidura, no solo fue un brillante estratega, sino el creador de la Guerra Total, con su carga de barbarie. Y como el hombre era de una excepcional inteligencia, cerró su recorrido vital recluido por Inglaterra en la isla de Santa Elena, dictando a un escriba fiel, el conde de Las Cases, el Memorial de Santa Elena donde repinta con gran habilidad su propia figura en clave de patriotismo francés. Construye así su propio mito, enteramente positivo, sin el cual no puede entenderse la historia francesa del siglo XIX, cuyos ecos alcanzan hasta De Gaulle y Macron.

La historia del patriotismo contemporáneo no ofrece la complejidad y los zigzags de la era revolucionaria y de Napoleón, su figura emblemática, pero se mantiene siempre dentro de una tensión entre el legado clásico, ahora, por un lado con la patria como tierra de libertad, colectiva e individual, por la cual es preciso luchar, e incluso entregar la vida en sentido romántico, y por otro, como instancia superior a toda referencia política, que en consecuencia, es portadora de intereses propios que la enfrentan con los poderes exteriores, de carácter religioso o político. Y con una vocación de dominio o, en el extremo, de aniquilamiento.

Los ejemplos pueden multiplicarse, desde la condena del budismo en Japón, para afirmar la religión patria, el sintoísmo, en la era Meiji (1868- ), al odio entre Francia y Alemania, y entre Italia y Austria, que domina el curso de la guerra del 14-18 y sus secuelas (paz de Versalles), sentando las bases de la Segunda Guerra Mundial. Un paso más, y llegamos a la consideración del otro como chivo expiatorio, tan relevante en la aparición y la persistencia hasta hoy del antisemitismo. El enemigo a destruir no es Netanyahu, sino Israel.

En el primer sentido, el patriotismo resulta conciliable con todo movimiento o ideología de carácter supranacional o universalista. Es el patriotismo que para evitar la repetición de las dos sangrientas guerras entre nacionalismos, impulsa a partir de 1945 la dinámica hacia la Unión Europea. En el segundo, la paradoja de Napoleón se repite con demasiada frecuencia, y la exaltación de la mi patria desemboca en la destrucción de la patria del otro.

El caso más espectacular fue el de los Jóvenes Turcos, nacidos para acabar con la opresión y el arcaísmo del Imperio otomano, fundando un patriotismo turco. Luego, frente a sus orígenes democráticos y modernizadores, en nombre de ese mismo patriotismo, desencadenaron en 1915 el genocidio de los armenios, el exterminio de la patria maldita, vista como amenaza para la turca. Un genocidio que también alcanzó a la minoría griega de Anatolia.

En otra dirección, más allá de cualquier ejemplo aislado, a lo largo del siglo XX, la concepción romántica de la lucha sagrada por la patria desemboca en la legitimación del terrorismo. Cuando un grupo de autodeclarados patriotas juzga que es el mejor medio para acabar con una opresión, real o ficticia.

Un gran especialista del tema, Fernando Reinares, acuñó el término adecuado para los terroristas vascos de ETA: «Patriotas de la muerte». Aplicable a tantos otros movimientos, siempre con trágicos efectos y duraderas consecuencias -en el mismo País Vasco-, susceptibles de una ampliación sustancial cuando desde la década de 1970 enlacen terrorismo e islamismo. ETA  y el yihadismo son parientes. Acabamos de verlo en la vuelta a España, con la adhesión a la causa palestina encubriendo la más profunda a Hamas de Bildu y allegados (con el ministro Albares dando la bendición). El 7-O debió ser algo tan elogiable como el atentado de Hipercor.

La doble cara del patriotismo, con rasgos singulares, ha presidido la evolución de un gran país, los Estados Unidos, desde sus orígenes hasta el triste desenlace actual. Un esplendoroso nacimiento, con la Constitución de 1787, pareció convertirle en el ejemplo a imitar para la materialización del patriotismo de la libertad. Así fue en el plano político, constitucional, pero desde el principio entró en juego la dualidad inherente a una sociedad esclavista, cuyos ecos aun perviven hoy.

El patriotismo se reforzó pronto con su proclamación como superior al derecho y a la justicia. Fue el My country, right or wrong! del marino Stephen Decatur, pronto elevado a principio geopolítico de la hegemonía USA sobre el continente por el presidente Monroe. Fue un postulado que justificó el exterminio de las naciones indias y un curioso imperialismo que no se reconocía como tal, sino como portador de la libertad (en falso), tanto en la independencia de Cuba como en la reciente invasión de Irak. Nadie ha reflejado mejor el perverso efecto de esas contradicciones que Mario Vargas Llosa en su novela Tiempos recios.

El punto de llegada lo tenemos delante. El patriotismo americano como ensimismamiento agresivo, en su forma actual, nació de la frustración de las expectativas de la era Kennedy, por causa de la guerra (perdida siempre) de Vietnam, como un repliegue sobre los valores tradicionales y dando por buenas todas las insuficiencias. Fue el Make America Great Again, de Ronald Reagan, sin embargo, sensible a una realidad internacional que hacía posible acelerar el fin de la URSS, con la consagración de la hegemonía americana. En su estela, George Bush Jr. intentó hacerla realidad en un «nuevo siglo americano», expansivo.

Su rápido fracaso, como el estabilizador de Obama por la crisis de 2008, ha dado lugar a un nuevo repliegue esta vez decisivo, con un MAGA que ahora significa afirmación excluyente de un país elegido, en los términos de la religión evangélica, recinto de un desarrollo capitalista ilimitado, inspirado en la exaltación de un pasado hecho mito, sacralizado, con un líder carismático al frente, situado por encima de las instituciones democráticas.

Supuestamente, con un único enemigo real, China, y creyendo en la posibilidad de borrar de un plumazo todo obstáculo a su «patriotismo de exclusión», trátese de la guerra de Ucrania como de la competencia europea. El espectacular fracaso de la conferencia con Putin en Alaska, sellado en la todavía más espectacular reunión de sus adversarios por Xi Jinping, demuestra que estamos por responsabilidad suya ante un nuevo callejón sin salida, para los Estados Unidos, para Europa y para Occidente.

El reciente «patriotismo» en auge por toda Europa, que tiene entre nosotros a un protagonista designado en Vox, con su líder Santiago Abascal, tiene a Donald Trump hoy como patrón y como punto de referencia. Con el pequeño inconveniente de que la escalada arancelaria de Trump nos toca de lleno, y no precisamente como muestra de generosidad.

La proliferación de partidos «patriotas», en ese sentido de patriotismo excluyente y blindaje frente al exterior, responden a la confluencia entre tradiciones nacionales autoritarias (el petainismo, el fascismo, los nacionalismos antidemocráticos húngaro y polaco) y la frustración que experimenta la Unión Europea en las dos últimas décadas. Para España, esa frustración se une al freno insuficiente del PP al avance de catalanistas y abertzales, a una nostalgia minoritaria pero sensible del franquismo y, desde hace cinco años, a la afirmación de un estilo de gobierno autocrático y «progresista» con Pedro Sánchez.

En todos los casos, el tema de la inmigración es central, tanto como resorte para el patriotismo de exclusión, como para la captación de muchas simpatías por parte de ciudadanos que ven en Vox el único baluarte contra la «islamización» de España (y contra el separatismo). Los progresos de Vox se apoyan en problemas reales: una inmigración desregulada, la tendencia a la fragmentación del Estado, un feminismo «a lo Pam» de guerra de sexos, con el aditamento a las concepciones católicas sobre el aborto, la educación cívica o el matrimonio homosexual. Ante la autocracia de Sánchez y las dificultades e inseguridad del PP para afrontarlas, el todo o nada de Vox, siempre sin matices, ejerce su atractivo como imán reaccionario, al igual que sucede en otros países europeos.

El problema surge cuando se aprecia la imposibilidad de tales salidas sin una eliminación del régimen constitucional. Abascal habla de regular la inmigración, pero en su entrevista de CNN y casi siempre, no precisa en qué términos legales y sí declara que su fin, como la propuesta de Jumilla, es el freno definitivo a la islamización de España. De la oposición al feminismo radical en curso, se pasa a la abolición de la política de género. De la crítica al separatismo, a un desiderátum anticonstitucional de supresión de las autonomías.

Y todo ello avalando las críticas de aquellos, no sospechosos de antiderechismo, como Jiménez Losandos, en el sentido de que el radicalismo de Vox, con su tema central, la declaración de que PP y PSOE son iguales, haciendo del PP el enemigo principal, es inexplicable sin una determinación venida del exterior. El PSOE, agradecido. El futuro político, caso de imponerse este patriotismo belicista, con la idea de Reconquista  como banderín de enganche, evocadora de esa guerra civil tan del gusto de Pedro Sánchez, solo puede verse desde el más rotundo pesimismo.

Publicidad