Nostalgia pocha de Madrid
«Aunque Duron escoge el Madrid castizo y no muestra otros ‘Madrides’ más modernos, no intenta teorizar sobre el Madrid perdido, no se subraya una tesis»

Fotograma del documental 'Souvenirs de Madrid'.
Entre 1995 y 1997, el cineasta Jacques Duron grabó el mejor documental que se ha hecho sobre Madrid. Se titula Souvenirs de Madrid. Es una galería de personajes del centro de la ciudad, sobre todo de Latina, Lavapiés y Chamberí. Hay verbenas, ancianos, comercios de toda la vida. Hay bares viejos, procesiones, muchas señoras. Madrid era una ciudad de señoras con vestidos de flores sentadas en bancos. Aunque 1997 es ayer, parece un Madrid mucho más viejo. Como se pregunta el director Juan Cavestany, que se ocupó de rescatarla del olvido, «¿era Madrid realmente así? ¿Lo sigue siendo, tal vez? ¿No creíamos estar ya entonces en plena globalización?».
La cámara está fija. Los personajes parece que posan como en una fotografía. Duron alarga los planos hasta el límite, justo antes de resultar incómodo. En una entrevista, el director dijo: «Quería filmar a la multitud, no como una entidad, sino aislando cada uno de sus componentes, como si los personajes que la componían pasasen por turnos, en primer plano, delante de la cámara. También quería transmitir la atmósfera de cada lugar mediante un único plano que respirase. Era, en definitiva, la permanencia de una actitud hacia el sujeto filmado, una actitud hecha de distancia calculada, de precaución en el acercamiento, de respeto; una distancia que constantemente había que redefinir y, al mismo tiempo, mantener entre la cámara y el personaje: la distancia realista de la mirada humana». Ese cariño se ve luego en la imagen. Aunque Duron escoge el Madrid castizo y no muestra otros Madrides más modernos, no intenta teorizar sobre el Madrid perdido, no se subraya una tesis. En sus imágenes veo más amor y cariño que nostalgia.
Es lo contrario que ocurre en Madrid Ext., el documental sobre la ciudad que acaba de estrenar Juan Cavestany. Es claramente heredero de Duron, pero a través de su extraña mirada. Se aleja del naturalismo del francés y hace una especie de híbrido entre el realismo y lo camp. Apenas respira, hay muchos planos cortísimos, casi siempre con música: salvo un tema que integra el sonido del afilador y algún otro medio psicodélico, la mayoría son completamente insustanciales o los típicos pizzicatos de biopic de Netflix.
Aquí hay más carteles y edificios que personas. Y cuando salen personas, parecen simplemente un alivio cómico, como de Paquita Salas; otras veces parecen escogidos por su rareza. No sale ningún inmigrante en una ciudad con más de un 20% de inmigración (solo en dos planos cortísimos; en otro se cuela un rider de Glovo que sujeta una puerta para que entren unos vecinos a un portal y la imagen es muy elocuente: es el Otro, su historia no nos interesa). Quizá es algo buscado. El documental muestra el Madrid que está desapareciendo. Pero su nostalgia no me resulta simpática. La película empieza con un videoclub que sobrevive a duras penas y termina con la muerte de su dueña y la desaparición del establecimiento. Su nostalgia es ya nostálgica: lamentarse de la muerte de los videoclubs es algo como de hace 15 años.
Es un filme en el fondo incomprensible. Quiere hacer sociología y le sale una nostalgia barata. Quiere hacer surrealismo y se pone extrañita, pero luego se convierte en un publirreportaje de la ciudad. Aunque refleja un Madrid parecido al del documental de Duron, su atmósfera es pocha e impostada. En cierto modo es el estilo de Cavestany, que forma parte de una escuela de cineastas que llevan años jugueteando con el kitsch y el camp (pienso en Julián Génisson, en Ion de Sosa, en Carlo Padial, en Chema García Ibarra, incluso en el denostado Carlos Vermut). En otras de sus obras creo que eso funciona, en esta no.