The Objective
José Antonio Montano

El testamento de Thomas Bernhard

«’Extinción’ es una obra imponente: una auténtica síntesis bernhardiana, con todos los recursos puestos en acción con maestría»

Opinión
El testamento de Thomas Bernhard

Ilustración de Alejandra Svriz.

He leído este verano Extinción, la última novela publicada de Thomas Bernhard: su testamento. Algunos sostienen que en realidad fue la penúltima que escribió y que la verdaderamente última es Maestros antiguos, publicada antes. Esta en 1985 y Extinción en 1986 (Bernhard murió en 1989). En cualquier caso, hay también indicios en contra y, sobre todo, está la decisión del autor de que fuese oficialmente la última. Su carácter testamentario es, por tanto, incuestionable.

No es para menos, porque es una obra imponente: la más larga de Bernhard, una auténtica síntesis bernhardiana, con todos los recursos puestos en acción con maestría. Es la tercera vez que la leo, y la que más me ha admirado. Tal vez sugestionado por aquello que dijo Javier Marías de que se la había guardado sin leer tras la muerte del autor para cuando llegaran momentos de vacas flacas (que finalmente llegaron), siempre pensé que Extinción funda el estilo del Marías maduro y que este declaró que no la había leído por disimularlo. Aunque luego supe que Marías no leía a Bernhard en la traducción española de Miguel Sáenz, sino en la francesa. Pero el juego es estimulante: la prosa de Marías, en su estado de mayor tensión, casi roza la de Bernhard (el Bernhard de Sáenz) en su estado de menor tensión.

Esta menor tensión tiene aún mucha tensión, naturalmente. La tensión propia de Bernhard, que en Extinción logra relajarla sin perderla. El efecto es maravilloso: algo así como una ligereza con empaque. Hay también un tono inéditamente amable, entre sus diatribas. Suelta los mandobles habituales, contra Austria y el Estado austriaco, contra la Iglesia católica, contra la familia, contra los políticos, contra la cultura oficial, ¡contra la fotografía!, pero a veces da cuenta de la sonrisa o las risas de su interlocutor ante ellos. En las novelas anteriores de Bernhard, los monólogos del personaje principal suelen estar referidos por otros, de manera pasiva. En Extinción, en cambio, como señala J. J. Long en The novels of Thomas Bernhard, es el personaje principal, Murau, el que narra, pero le narra a otro, a su discípulo Gambetti, y consigna sus reacciones. Por ejemplo: «Entonces Gambetti se rio, con su risa gambettiana fuerte, sin obstáculos ni inhibiciones».

También Murau se ríe a veces de sí mismo, o al menos duda, o matiza algún dicterio después de haberlo emitido. Sin que esto le impida seguir emitiendo dicterios. Es en esta novela donde Bernhard explicita su tendencia a la exageración: «A menudo nos dejamos llevar de tal forma a la exageración, le dije luego a Gambetti, que consideramos luego esa exageración como la única realidad consecuente y no percibimos ya la auténtica realidad, solo esa exageración llevada al extremo. Desde siempre me ha aliviado ese fanatismo de la exageración, le dije a Gambetti. A veces es la única posibilidad, es decir, cuando he transformado ese fanatismo de la exageración en arte de la exageración, de salvarme de la miseria de mi estado de ánimo, de mi hastío intelectual, le dije a Gambetti. Me he adiestrado tanto en ese arte de la exageración que, sin más, puedo calificarme del mayor artista de la exageración que conozco. No conozco a nadie más. Nadie ha llevado nunca tan lejos su arte de la exageración, le dije a Gambetti, y luego que, si me preguntaran un día de improviso qué soy realmente y en secreto, solo podría responder eso, el mayor artista de la exageración que conozco. Entonces Gambetti soltó otra vez su risa gambettiana y me contagió esa risa gambettiana, de forma que esa tarde nos reímos los dos en el Pincio como nunca nos habíamos reído antes».

El esquema argumental es simple, como en todas las narraciones de Bernhard. Franz-Josep Murau es el segundo hijo de una alta familia austriaca, dueña del castillo de Wolfsegg y sus terrenos. Refractario a su tradición, vive en Roma, donde da clases particulares de literatura alemana a Gambetti. Nada más volver de un viaje a Wolfsegg para la boda de una de sus dos hermanas, recibe un telegrama con la noticia de que sus padres y su hermano mayor han muerto en accidente de tráfico. Así que, cuando pensaba no regresar en mucho tiempo a Wolfsegg, debe hacerlo inmediatamente para los funerales. Él es ahora el heredero.

«Aparte de su infancia difícil y sus conflictos con sus padres y sus hermanos, y su complicidad con su tío Georg, un réprobo que huye al sur como él, relata minuciosamente la connivencia de su familia con el nacionalsocialismo»

Extinción se divide en dos capítulos compactos, sin ningún punto y aparte, como es propio de Bernhard: «El telegrama» y «El testamento» (precisamente). Como es natural, al hilo de la breve trama evoca todo su pasado. Aparte de su infancia difícil y sus conflictos con sus padres y sus hermanos, y su complicidad con su tío Georg, un réprobo que huye al sur como él, relata minuciosamente la connivencia de su familia con el nacionalsocialismo. En la última página (lo adelanto aquí, pero no importa) desvela que donará Wolfsegg (representación de Austria, como se ha venido viendo) a la comunidad israelita de Viena. Sabe que le queda poco tiempo de vida, como le quedaba a Bernhard, y al final un narrador nuevo, exterior (¿Bernhard?), que solo apareció al principio, dice que ya se ha muerto. Deja su obra Extinción, para extinguirlo todo.

No queda sitio para hablar de otro gran personaje, el eclesiástico vaticano Spadolini, amante de su madre, que yo me imagino como una mezcla de Jesús Aguirre y (de nuevo Marías) Francisco Rico. Ni de Maria, la amiga poetisa del narrador, trasunto de Ingeborg Bachmann, a la que dedica las páginas más bellas y elogiosas. Ni de su cuñado, al que llama con cachondeo «el fabricante de tapones para botellas de vino», una sola palabra en alemán: Weinflaschenstöpselfabrikant. En el recuerdo de la boda, cuenta Murau que el cura no se acordaba de su nombre y estuvo a punto de gritarlo.

Como en otras novelas de Bernhard, como La Calera, Los comebarato u Hormigón, hay reflexiones sobre la imposibilidad de llevar a cabo la propia obra. Bernhard, que sí llevó a cabo la suya, pone en boca de Murau estas palabras también testamentarias (y para mí emocionantes, por su grandeza): «Escribiré una obra inmensa, me digo, y al mismo tiempo tengo miedo de ello y, en ese instante del miedo, he fracasado ya, en la imposibilidad absoluta de poder empezar siquiera con ello. Decimos enfáticamente que lo que proyectamos es algo inmenso y único, no retrocedemos en absoluto ante una manifestación así, pero al mismo tiempo nos vamos con la cabeza baja a la cama y tomamos un somnífero, en lugar de comenzar lo inmenso y único. Así somos, le dije una vez a Gambetti, pretendemos ser absolutamente capaces de todo, hasta de lo más alto y lo más grande, y ni siquiera estamos en condiciones de coger la pluma para llevar al papel, aunque solo sea una palabra de ese algo inmenso y único anunciado. Todos padecemos manía de grandezas, a fin de no tener que pagar por nuestra ininterrumpida bajeza. Extinción, pensé, pero, dicho sinceramente, incluso después de años, solo tenía una concepción aproximada, no pienso al respecto en algo inmenso, le dije a Gambetti, ni tampoco en algo único, pero, sin embargo, sí en algo más que un esbozo, más que un esbozo de existencia, en algo que se pueda mostrar. Solo en algo que se pueda mostrar y de lo que no tenga que avergonzarme, le dije a Gambetti».

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