Los agitadores y el asesinato de un «ultra»
«No es casualidad que los mismos que blanquean el terrorismo de ETA sean los que patrocinan el activismo duro»

El activista asesinado Charlie Kirk. | Michael Ho Wai Lee (Zuma Press)
Solo hay un responsable de la muerte de Charlie Kirk: el asesino. Cierto. Pero también tienen culpa aquellos que han demonizado a los conservadores, a los llamados «ultras», negándoles el derecho de expresión, reunión, manifestación o la misma existencia. Tanto escrache y cancelación, tanto odio en los campus, en las calles y en las redes, tanta arrogancia e impunidad tenían que cobrarse, tarde o temprano, una víctima.
La muerte de Kirk fue incubada por todos esos alborotadores progresistas, siempre cabreados y supremacistas, que señalan, denigran y cancelan al «enemigo». Esos que alteran los ánimos de su audiencia con mensajes totalitarios y amenazantes. Son los que disculpan la violencia contra quienes viven y piensan de forma contraria. Si se propagó la idea de que Charlie Kirk era un peligro mortal para las «comunidades marginadas», para la aspiración de los «dominados» a la justicia, era lógico que alguien se creyera con el deber histórico de acabar con su vida. Con ese adoctrinamiento, adoptar el papel de asesino acaba siendo asumir el rol de salvador que se sacrifica por una causa justa.
El asesino es un universitario becado de familia de clase media bien, eso sí, infectado por la ideología woke, que es tremendamente agresiva. La izquierda de toda la vida se ha disfrazado de wokismo para impedir la libre circulación de ideas y su debate. Le molesta que las derechas, los conservadores, los liberales, o los «ultras», cuestionen la religión progresista. No lo soporta, y se nota, sobre todo desde que el camino al paraíso de justicia que prometía se ha mostrado como una dictadura infumable. Esto, lejos de aconsejar el debate, ha aumentado la irritabilidad de los agitadores en redes, medios y aulas.
Es especialmente indecente cuando ocurre en los campus de la universidad pública, con profesores que pretenden convertir la clase en un mitin y al alumnado en militantes de su causa política. El asunto es ofensivo para los profesionales de la docencia, porque son activistas disfrazados de educadores que utilizan ese espacio y la autoridad que da la institución para tratar de convencer a los alumnos de que su ideología es la correcta, y que ellos son víctimas del sistema, pobres bobos engañados por el neoliberalismo patriarcal y colonialista, que además «mata» a la Madre Naturaleza.
Les dicen que es más importante hacer una sentada contra la presencia de un «ultra» o participar en una huelga gritando las consignas que les dictan, que leer un libro o ir a la biblioteca. Se creen docentes llamados a salvar el mundo, como vulgares telepredicadores. Son tan egoístas que venden utopías a los mismos jóvenes que piden dinero a sus padres para pagar la matrícula. El suyo es un discurso de odio a la masculinidad existente, al libre mercado, a la democracia liberal, a la tecnología, a Israel, a la Iglesia, al Rey, a la prensa no izquierdista, o a los partidos de la derecha.
Llegados aquí tengo una batería de preguntas que no tendrán respuesta, o la tienen de forma demasiado evidente. ¿Es tolerable que un profesor intente adoctrinar a sus alumnos? ¿Es moralmente aceptable y digno para una institución académica, que un profesor se presente en clase con una camiseta con un eslogan partidista, soltando soflamas para manipular y movilizar al estudiantado? ¿Acaso el título de profesor habilita también como predicador? ¿Adoctrinar es libertad de cátedra y está por encima del derecho a la educación? ¿Qué derecho tiene el profesor a sacar sus demonios particulares, sus fobias y sus filias, a un público cautivo como es el alumnado? ¿Desprecian tanto a los universitarios como para que los usen como carne de cañón en manifestaciones, huelgas, sentadas, escraches y demás zarandajas del repertorio de acción colectiva? ¿Para qué cobra un profesor? ¿Para convertir a los alumnos en masa de protesta, o para enseñar la materia por la que pagan los matriculados?
Las teorías críticas sobre el conocimiento, constituidas para deconstruir, por las buenas o por las malas, «la hegemonía de opresión de los dominadores», tienen consecuencias en la visión de la realidad, de los valores y de la moral. Si se cuenta, entre otras cosas, que la violencia es legítima cuando se defiende «la causa», que la violación de los derechos es subjetiva, y que la eliminación del enemigo es un servicio a la utopía, es lógico que haya agresores.
¿Si está bien impedir que alguien no izquierdista dé una charla en la Universidad, que ponga un stand legal de propaganda en un barrio, que lleve una bandera de España, que afirme que la biología dice que solo hay dos sexos, que defienda la fiesta de los toros o que se niegue a hacer huelga, qué podemos esperar? ¿Cuál es el límite? ¿Hasta dónde puede llegar la violencia? ¿Se puede empujar, escupir y agredir al «otro» para expulsarle de la vida pública, pero cuidando mucho de que no haya ningún accidente que se cobre una vida? ¿En serio?
Están presentando la violencia como un instrumento legítimo, como ETA hizo con los asesinatos. Y no es casualidad que los mismos que blanquean el terrorismo de esa banda izquierdista sean los que patrocinan el activismo duro. Vean lo que está ocurriendo en la vuelta ciclista. Esto tiene un enorme peligro. Si se vende alarmismo y catastrofismo, es natural que cunda la ansiedad irracional que lleva a las agresiones y a decisiones extremas. Por tanto, está muy bien condenar ahora el asesinato de Charlie Kirk, pero deberían hacer examen de conciencia los que se dedican a sembrar el odio y la intolerancia al otro.