The Objective
Javier Benegas

España, país minado

«Estamos atrapados en el mismo presente, con idénticas condenas: vivienda inaccesible, nóminas precarias y alergia a los telediarios»

Opinión
España, país minado

Ilustración de Alejandra Svriz.

Me llamo como quieras llamarme: Paco, Luis, Raúl, Manolo. Da igual mi nombre y da igual mi edad. Si has nacido en España en los últimos 50 años, probablemente nos parezcamos más de lo que piensas. No soy joven, como quizá lo seas tú. Soy un joven envejecido: con sueños todavía en pie, pero también con cicatrices, contratos temporales, alquileres imposibles y una mochila de decepciones políticas como para fingir que acabo de llegar. Si apartas esas capas, lo que encontrarás es un igual. 

En realidad, tú y yo no habitamos épocas distintas. Estamos atrapados en el mismo presente, con idénticas condenas: vivienda inaccesible, nóminas precarias y alergia a los telediarios. ¿Qué extrañas criaturas pueden seguir sometiéndose a esa tortura, a ese desprecio hiriente por la realidad? El último que recuerdo lo soporté en un bar. Había una pantalla descomunal en la que una locutora disfrazaba de actualidad lo que no era más que propaganda. Fue un regreso fugaz a Matrix que duró lo que tardé en engullir el café.

Hoy la realidad circula por otros canales: YouTube, Twitch, TikTok, Instagram. Allí un chaval con un micro barato te resume en dos minutos lo que a Ferreras en La Sexta le costaría una hora o más bien un milagro explicar, mientras tres tertulianos se descalifican mutuamente en nombre de los partidos que los han colocado ahí. 

España, vivida a ras de suelo, donde nos encontramos tú y yo, es un país que te obliga a improvisar estrategias de supervivencia. Los políticos avispados lo llaman «resiliencia», pero yo prefiero llamarlo «ir tirando». Es el arte de soportar el alquiler que sube mucho más rápido que tus ingresos, de encadenar empleos temporales que son tan fugaces como un ligue en una fiesta de Ibiza, y de mirar coches de segunda mano en Wallapop sabiendo que el Gobierno, la DGT, los ecológicos alcaldes, Hacienda y el precio de la gasolina conspiran para que nunca vuelvas a tener uno en propiedad.

La política ni está ni se la espera. El Gobierno habla de igualdad, de solidaridad, de pactos históricos. Discursos tan grandilocuentes como huecos… pero cuando miras tu nómina entiendes que lo único histórico es su estancamiento y la cantidad brutal de impuestos que te quitan. Eso sí, luego te dicen que eres solidario, obviando, claro está, que lo eres a la fuerza. Solidario… y arruinado.

Por eso cada vez más jóvenes dejan de escuchar sermones sobre la «emergencia climática», el «patriarcado opresor» o la «alerta antifascista». Y en lugar de manifestarse, responden con sarcasmo. La ironía es la resistencia cultural de una generación que ya no cree en proclamas impostadas. 

El joven de hoy —y el joven envejecido que soy yo— sabe que las palabras grandes se desinflan en el supermercado: el progreso se mide en si sobrevives al periodo de prueba; la justicia social, en elegir entre pagar la luz o darte el lujo de comprar carne. Y la solidaridad intergeneracional se convierte en un eufemismo para sostener un sistema que desanima a planear nada: ni empresa, ni hipoteca, ni coche, ni familia.

Los sueños sobreviven, sí, pero protegidos bajo capas de ironía, como quien guarda un coche clásico en el garaje: lo enseñas, lo admiras, pero no lo sacas a la calle porque sabes que en cuanto te descuides se lo llevará la grúa.

La política ya no está en el Congreso

La juventud digital ha comprendido lo que el sistema no procesa: la política ya no está en los discursos, sino en los memes. Un chiste viral en Twitter (perdón, X, pero me cuesta llamarte así) erosiona más al Gobierno que el más acerado editorial. Un streamer indignado con las políticas que encarecen la vivienda genera más reacciones compartidas que cualquier campaña electoral.

No son apáticos, como dicen los cascarrabias. Son alérgicos a la mentira travestida de solemnidad. No redactan manifiestos que nacen y mueren el mismo día de su firma, se constituyen en ejércitos de memes, en enjambres de drones que se lanzan sobre los políticos con el explosivo de la burla. La risa hiere más que cualquier interpelación parlamentaria.

El meme, además, es democrático: no necesita subvenciones, sindicatos ni partidos. Sólo ingenio y conexión a Internet. Por eso duele tanto a los malos gobernantes, porque un simple gif los convierte en motivo de mofa.

¿Inconvenientes? Los hay, desde luego: los algoritmos premian el amarillismo, el humor se banaliza y los partidos intentan comprar influencers. Pero incluso con esas limitaciones, la ruptura es clara: los jóvenes ya no esperan nada de los que se llaman a sí mismos progresistas, sólo se ríen de ellos. Y esa risa, corrosiva, es más revolucionaria de lo que parece.

España, Ferrari alquilado

España es un país precioso: montañas, playas, tapas, fiestas, clima envidiable. El problema no es el escenario, sino vivir en él. Para muchos españoles, sobre todo jóvenes, es como tener un Ferrari que no puedes permitirte conducir. Lo alquilas a los turistas que sí tienen recursos mientras tú lo contemplas desde la acera. Quizá por eso los más memos odian a los turistas y no a quienes les amargan la existencia con políticas empobrecedoras.

El día a día aquí es un campo minado. Avanzas con cuidado, esperando evitar el clic mortal, pero siempre terminas pisando alguna trampa.

La vivienda: ruleta rusa inmobiliaria

La demagogia socialista ha arrasado el mercado del alquiler. Abrir Idealista es una penitencia. Zulos de 30 metros a 900 euros, caseros que exigen contratos indefinidos y avales como si opositaras a notario. Entre 2015 y 2023 el alquiler subió más de un 50%. En Madrid y Barcelona devora más del 40% del sueldo medio. Comprar tampoco es opción: los bancos exigen una estabilidad inexistente. Resultado: una generación entera atrapada en pisos compartidos o de vuelta al dormitorio de la infancia.

El trabajo: contratos invisibles

España es campeona europea en temporalidad. La reforma laboral de 2022 infló estadísticas con contratos «fijos discontinuos» que apenas duran semanas. El mileurismo, antes el horror, hoy es aspiración: la mayoría de jóvenes que gozan del privilegio de trabajar cobra entre 1.100 y 1.200 euros netos. ¿Suficiente para sobrevivir? Haciendo malabarismos, tal vez, pero no para vivir.

Las prácticas interminables sustituyen empleos reales. Los autónomos cargan con cuotas fijas incluso sin ingresos. El emprendimiento se convierte en masoquismo: políticos que celebran la «cultura emprendedora» mientras la asfixian con trabas e impuestos.

El coche: lujo prohibido

En los 80 un coche era independencia. Hoy es capricho de ricos. Al precio del vehículo se suman impuestos, peajes, restricciones ambientales y una gasolina cuyo precio más de la mitad son cargas fiscales.

Las etiquetas medioambientales premian a un SUV híbrido con la pegatina ECO mientras utilitarios modestos y menos contaminantes son expulsados de las ciudades. Con la segunda red de autopistas de Europa, cada vez más jóvenes dependen del transporte público o del coche de sus padres. La movilidad ya no es libertad, es colectivismo forzado: la independencia es un privilegio reservado a quienes tienen un sueldo alto… o coche oficial.

La familia: proyecto de alto riesgo

Formar familia en España es como escalar el Everest en bermudas y con chanclas. En 2024 nacieron menos de 330.000 niños, mínimo histórico según fuentes independientes. La tasa de fertilidad es de 1,12 hijos por mujer, muy lejos del 2,1 necesario.

Los sueldos bajos, los alquileres imposibles y un modelo político, cultural y judicial que desincentiva proyectos de pareja empujan a retrasar o renunciar a la paternidad. Resultado: un país que envejece a la velocidad de la luz y con el número de perros por persona más alto de Europa.

La sanidad: la cola infinita

La sanidad universal sigue existiendo… pero en la cola. En 2023 había 850.000 personas en lista de espera quirúrgica, con una demora media de 128 días. En algunas regiones se superaban los 150. Muchos no llegaban vivos a la cita.

Pedir cita para el médico de cabecera puede suponer semanas de espera en varias Comunidades Autónomas y numerosos distritos. El resultado es que, quienes pueden permitírselo, recurren a seguros privados. Lo que, claro está, no les dispensa de seguir pagando para sostener una sanidad pública que ya no les atiende.

La educación: títulos de saldo

España produce universitarios como churros: más del 40% de los adultos. Pero un título no garantiza empleo ni prestigio. La proliferación de grados de dudosa utilidad y la caída de la exigencia académica han devaluado los estudios.

El ranking QS 2024 coloca a la primera universidad española en torno al puesto 170. Ninguna entra en el top 100. Mientras países pequeños miman sus centros de excelencia incentivando la calidad sobre la cantidad, en España se han inaugurado más universidades que comisarías, hospitales y estaciones de bomberos juntos, sin embargo, muchas de las titulaciones que producen alcanzan para trabajar de repartidor, dependiente de una hamburguesería o reponedor en un supermercado.

El resultado es una mezcla explosiva: jóvenes estafados y sin salida, fuga de cerebros y frustración generalizada. El ascensor social de la universidad se ha convertido en el montacargas averiado de un matadero.

Un campo de minas

Cada decisión vital en España es un campo minado: independizarse, tener hijos, comprarse coche, encontrar médico o contrato estable. ¿Casualidad? Difícil creerlo. Las minas no caen del cielo: alguien las ha ido colocando ahí.

Si fuera una crisis «de ahora», bastaría con paciencia y buena voluntad. Pero esto va mucho más lejos: un Estado que gasta mal, un sistema político que premia clientelas, un modelo productivo orientado al ladrillo, el turismo, la subvención y los monopolios regulados. Y una cultura política que confunde progreso con control. No hay guerra generacional: hay solidaridad forzada hacia arriba (impuestos) y solidaridad real hacia abajo (familia). Los boomers no son villanos; los millennials no son víctimas eternas; la Gen Z no es apática: todos son supervivientes buscando una salida dentro del mismo laberinto. 

Mientras tanto, el Gobierno se refugia en la retórica de la «causa palestina», como si la política exterior pudiera tapar la miseria interior. Es un recurso clásico: hablar de un conflicto lejano para no dar la cara ante la corrupción, el alquiler, los contratos basura o la natalidad desplomada. Un país convertido en campo minado no se desactiva con falsos discursos en Naciones Unidas, sino con reformas en casa. Pero esa es la única guerra que Sánchez y sus aliados no tienen intención de librar. Porque si hay algo que les distinga, además de la corrupción, es su malvada incompetencia.

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