The Objective
Fernando R. Lafuente

Rosebud, el hilo invisible (I)

«Lo que parece una historia costumbrista se revela como una epifanía que transforma la memoria y el sentido de la vida»

Opinión
Rosebud, el hilo invisible (I)

Fotograma de 'Dublineses'.

Rosebud es el primero de tres artículos sobre un hilo invisible que recorre tres películas como eje decisivo de cuanto se cuenta: Los muertos (1987) de John Huston, Ciudadano Kane de Orson Welles y Dr. Zhivago de David Lean. Ese hilo invisible es el que da sentido a todo lo ocurrido en cada una de las tres películas. El lector comienza a hilar (si se permite la broma) diálogos y comportamientos que habrían pasado inadvertidos ante la acción de cada una de las tres películas. Es lo que permanece oculto, invisible, hasta su desvelamiento final. En las tres se perfila aquello que James Joyce denominó Epifanía, mostrar lo que nadie ve, hasta que se desvela y constituye la esencia final, la intención última, el lado, si se quiere, poético de una obra artística. Para Umberto Eco, la Epifanía joyceana es el «clímax, resumen y juicio de toda la situación». 

James Joyce centró buena parte de su narrativa, sobre todo, la que para quien esto escribe es su obra maestra, Dublineses (1914), en lo que denominó las «epifanías». No es casual, en el último y magistral cuento de ese volumen, Los muertos transcurre la acción el 6 de enero, día de la Epifanía del Señor, o mejor, la noche del 5 al 6 de enero de 1904, en Dublín. En casa de las hospitalarias hermanas Morkan, tías del protagonista, Gabriel Conroy (trasunto del propio Joyce). En ella aparece eso que, uno discretamente, se atrevería señalar como el hilo invisible que da sentido a todo el cuento y, por supuesto, y de manera especial, en otra obra maestra como es la adaptación cinematográfica de John Huston. 

Cuando la cena de celebración ha terminado, Gretta, mujer de Gabriel, desciende por las escaleras hacia el hall de la casa, escucha la canción La chica de Aughrim, la canta a capella, uno de los invitados, el tenor Frank Patterson. Esa canción, en ese espacio extraño y azaroso de la memoria, le recuerda a Gretta a un antiguo muchacho, Michael Furey, con el que paseaba en la adolescencia por los campos de Galway. Ese recuerdo dispara la presencia del joven, quien, la noche de despedida de Gretta de la casa de su abuela para comenzar sus clases en Dublín, una noche de lluvia y frío otoñal terrible, lanzaba pequeñas piedras a la ventana de ella, para despedirse, con la fatal consecuencia de la neumonía que contrae y su muerte posterior.

Todo ese caudal de sentimientos, está en las notas de la canción que escucha arrebatada Gretta (magistral Anjelica Huston en la película). Todo está en la memoria, ahí conservada, durante décadas, de Gretta y ha surgido como un relámpago de consecuencias dramáticas para ella y, porque el azar es así de siniestro, para su matrimonio. Porque al escuchar Gabriel el relato de Gretta, en la habitación de un hotel dublinés, mientras cae la nieve sobre Irlanda, descubre que no ha conseguido provocar en ella, la pasión, tan presente, que ella mantiene hacia el moribundo Furey. Si uno lee el cuento, o contempla la película, es probable que centre la atención sobre lo ocurrido a lo largo de la velada en casa de las Morkan, pero hay un hilo invisible: la canción. Desbarata el argumento narrado hasta ahí. Hay, si vale, un ejemplo avant la lettre del MacGuffin creado por Hitchcock, pero al revés (véase Psicosis). 

Lo que parece, desde la primera página, una historia de dublineses celebrando la epifanía, con los habituales recursos narrativos de un cierto, pero solo cierto, costumbrismo y que, sin duda, atrapa al lector, es la extraordinaria capacidad que poseía Joyce para la observación de hechos, gestos y diálogos (no hay que olvidar que Joyce solía destrozar los puños de sus camisas apuntando cuanto escuchaba en la calle, en los pubs y donde se terciara). ¿Qué es la memoria? Antes que nada, lo que cada uno es. Sin memoria, no hay vida, no sólo pasada, sino presente. Y la memoria es caprichosa. Aparece y desaparece. Depende de una fotografía, de un olor, de una palabra o, como es el caso, de una música. Ese despertar de la memoria en Gretta le abre a un capítulo de su vida que no formaba parte de las diversas epifanías, siguiendo a Joyce, que constituían lo esencial, hasta esa noche, de su existencia. Pero la canción enciende una luz, dibuja un hilo invisible que da razón, sentido y sentimiento a un episodio, si no olvidado, sí lateral. 

Ocurre que la fuerza, la intensidad de ese sentimiento, le hace detenerse en la escalera, perder la mirada, que ya no se dirige a nadie de los que esperan en el hall, ni de los que comienzan a descender. El tiempo se detiene. Gretta viaja a otro tiempo, a otro espacio, un tiempo eterno, un tiempo sin fronteras, en el que el pasado, el presente y el futuro, son la eternidad. Gabriel reconoce, tras las palabras de su mujer, que «había vivido el romance de su vida: un hombre había muerto por ella. Le dolía en el alma pensar en el pobre papel que él. Su esposo, había jugado en la vida de Gretta. La miraba, mientras dormía, igual que si nunca hubiesen vivido juntos como marido y mujer (…) no le gustaba decir, ni siquiera a sí mismo, que el rostro de ella ya no era hermoso, pero sabía que no era aquel por el que Michael Furey se había enfrentado a la muerte». Es una lamentación cruel, o una venganza silenciosa, de Gabriel, al descubrir que él nunca había despertado una pasión semejante en ella.

En la película Huston subraya esa fuerza imbatible que transmite la música. Y así, tanto el cuento como el filme, parecieran estar escrito y rodado al revés. Porque es ese hilo invisible que surge tras la canción cuando todo lo contado hasta ese momento carece de interés y cuando surge el dolor y la tristeza por la perdida de Furey, la búsqueda de sentido a todo ello y la culpa que le acecha, ya lo que le resta de vida, por una muerte tan prematura como eterna. Ese hilo invisible trasluce el relato: la presencia de los muertos en los vivos. Nadie muere hasta que no desaparece el último que le recordaba. La noche del 5 de enero de 1904 en Dublín, Furey volvía a vivir con la intensidad con la que se había despedido en Galway frente a la casa de Gretta.

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