The Objective
Carlos Granés

Malos políticos, buenos padres

«A los hijos, sencillamente, se les intenta dar más oportunidades, más experiencias, más de todo para que puedan vivir mejor que nosotros»

Opinión
Malos políticos, buenos padres

Ilustración de Alejandra Svriz.

Aunque se les ha criticado duramente por haber traicionado su palabra y hasta sus principios y valores, creo que lo más sensato y hasta más decente que han hecho Pablo Iglesias e Irene Montero desde que entraron en política ha sido matricular a sus hijos en el colegio que les ha dado la gana. Difícilmente hay algo con lo que pueda estar menos de acuerdo que las peroratas que sueltan en sus redes, alocuciones y plataformas de agitprop, todas ellas desfasadas, un perpetuo déjà vu de las peores ideas y propuestas políticas del siglo XX, pero, en cambio, empatizo con su decisión de anteponer el bienestar de los propios hijos a las ideologías, a las batallitas culturales y a la rigidez del fanático que quiere ver en sus hijos un calco de su propia vida. 

Ese gesto demuestra que tras su performance pública hay un par de padres comunes y corrientes, que no usan a su familia como ejemplo de nada, ni para probar sus teorías, ni para hacer experimentos sociales de alta progresía. Quieren, simplemente, lo mejor para sus hijos. La mejor educación a lo que en sus condiciones pueden acceder, un cálculo que hace cualquier pareja sensata, no un par de fanáticos podridos por la ideología

Quien quiera observar lo que es tener padres rectilíneos y consecuentes, que no se desvían ni un milímetro de sus teorías ni de su visión del mundo y politizan cada segmento de su vida, en especial la educación de sus hijos, puede leer Volver la vista atrás, la novela de Juan Gabriel Vásquez que cuenta precisamente eso: la crianza radicalmente coherente que le impone un padre maoísta a sus dos vástagos, y la deriva trágica y violenta a la que conduce privilegiar la idea abstracta y los moldes perfectos sobre la vida real y concreta. 

Iglesias y Montero están muy lejos de ese tipo de fanatismo, y eso es un consuelo. Su decisión demuestra, y tal vez se los ha demostrado a ellos mismos, que hay cosas más importantes que la política, y que no se tienen hijos para demostrar superioridad moral o rigor ideológico, ni para que alguien recoja nuestras banderas o herede nuestras fobias. A los hijos, sencillamente, se les intenta dar más oportunidades, más experiencias, más de todo para que puedan vivir mejor que nosotros. Es un ejercicio riesgoso de libertad, porque en el camino no sabemos qué se van a encontrar ni qué influencias los van a persuadir. Su vida será la de ellos, no la nuestra, y está bien que así sea. 

Supongo que ha sido un duro aprendizaje. Pero ocurre que los hijos, y esto también lo muestra la literatura —Patria, de Aramburu, por ejemplo— tienen a veces más influencia sobre los padres que a la inversa. A Iglesias y Montero parecen haberlos vuelto más flexibles. La crianza ha modificado las certezas que tenían sobre los barrios en los que había que vivir y los colegios donde se debía escolarizar a los hijos para seguir el rastro del buen izquierdista. Están siendo más tolerantes ahora que cuando intentaban imponer sus estrechísimos marcos ideológicos, sus consignas panfletarias y sus ismos al pueblo español. Puede que queriendo cambiar el mundo hayan terminado cambiado ellos mismos, suele ocurrir, y eso también está bien que ocurra. La edad hace que ciertos radicalismos demuestren su inviabilidad y se vean sencillamente ridículos. 

Eso no significa que ahora vayamos a encontrarnos, cuando actúen sus papeles públicos, con dos políticos reflexivos y tolerantes. Muy seguramente tengamos que aguantar que nos sigan vendiendo su chatarra populista, su revolución bolivariana, sus nostalgias leninistas y su feminismo de cartón piedra. Pero ahora sabemos que lo hacen por sus hijos, y eso, de alguna manera, ennoblece y hace digno hasta el peor de los oficios.

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