The Objective
Guadalupe Sánchez

Charlie Kirk: el asesinato de la palabra

«Qué casualidad que siempre son las mismas ideas las que quedan fuera del perímetro de la respetabilidad: las que desafían y confrontan al progresismo»

Opinión
Charlie Kirk: el asesinato de la palabra

Charlie Kirk y Donald Trump.

Da igual si estabas de acuerdo con Charlie Kirk, con algunas de sus ideas o con ninguna. Lo fundamental es que Kirk representaba algo que hoy resulta insoportable para quienes se autoproclaman guardianes de la «tolerancia»: la palabra como herramienta de confrontación política. Su asesinato, y lo que es aún más grave, la justificación y hasta la celebración del mismo por parte de sectores de la izquierda global, constituye un salto cualitativo en la sustitución del debate por la violencia. No estamos ante un crimen político más, sino ante el síntoma inequívoco de que la izquierda posmoderna ya no se conforma con censurar o cancelar: aspira a eliminar físicamente a quienes le discuten el monopolio del discurso.

Para lograr ese objetivo, no han dudado en manipular, tergiversar o inventar. Incapaces de debatir con la literalidad de los argumentos de Kirk, se han dedicado a descontextualizarlos hasta convertirlos en caricaturas, cuando no en burdas falsificaciones. A Kirk lo mataron dos veces: primero disparando contra su cuerpo, después asesinando su reputación. Construyeron el espantajo del «ultraderechista racista y homófobo» para justificar que su vida valía menos, que no todas las ideas son respetables y que la violencia contra determinadas personas es no solo comprensible, sino incluso necesaria.

Qué casualidad que siempre son las mismas ideas las que quedan fuera del perímetro de la respetabilidad: las que desafían y confrontan al progresismo. La izquierda ha erigido la tolerancia en su coartada preferida, pero solo como excusa para imponer pensamiento único. Al mismo tiempo que canonizan la autodeterminación de género o la fragmentación identitaria, demonizan cualquier disidencia que ose cuestionar su pretendida hegemonía cultural. El resultado es una paradoja obscena: se condena a la hoguera mediática al que defiende la libertad de expresión, mientras se blanquean ideologías incompatibles con la dignidad humana.

Porque ahí está la incongruencia: quienes celebran la ejecución de un brillante y persuasivo polemista conservador no tienen empacho en justificar doctrinas totalitarias como el comunismo. La humanidad desterró al nazismo y al fascismo a la fosa séptica de la infamia, pero la izquierda rescató al comunismo para barnizarlo con un aura de intelectualidad perversa y arrogarse una superioridad moral de la que carece. Nadie reivindica a Hitler o Goebbels sin ser señalado como un monstruo. Pero citar a Marx, ondear la bandera soviética o relativizar las matanzas de Mao otorga prestigio entre la élite de las universidades occidentales.

El asesinato de Kirk, y lo que revela en su celebración, es la constatación de que el pluralismo político, pilar de la democracia occidental, agoniza. En lugar de argumentos, hay balas. En lugar de adversarios políticos, enemigos a exterminar. En lugar de respeto a la disidencia, odio visceral al discrepante. Y, sin embargo, de este horror puede nacer una oportunidad: la de abrirle los ojos a quienes todavía se niegan a ver el verdadero rostro del movimiento woke. Su máscara ha caído. Festejar la ejecución a sangre fría de un padre de familia cuya pasión era debatir demuestra lo que muchos se habían negado a ver: cuando pierden terreno en las urnas, están dispuestos a dinamitar las reglas de convivencia más elementales.

Por eso este execrable crimen no debe ser entendido solo como el final trágico de un hombre, sino como una llamada de alerta. La política no es el simple arte de la gestión: es, sobre todo, el terreno en el que se libra una batalla ideológica, cultural y social que no admite equidistancias. Si queremos preservar la libertad, la dignidad y la vida como ejes nucleares de la convivencia, habremos de combatir sin complejos a quienes las atacan, pero no en su terreno de juego, que es el de la violencia, sino en aquel otro en el que temen comparecer: el de las ideas, el del debate, el de la confrontación abierta y sin miedo.

Nuestra victoria será la de Charlie Kirk. La victoria de quienes no claudican ante el terror, de quienes no consienten que las balas vuelvan a ocupar el espacio reservado a las ideas, de quienes entienden que rendirse en la batalla cultural equivale a entregar sin lucha el último bastión de la democracia.

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