The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Esta democracia también está en riesgo

«La culpa también es de los ciudadanos que apoyan y alientan versiones autoritarias que prometen una solución rápida y fácil para todos los males»

Opinión
Esta democracia también está en riesgo

Ilustración de Alejandra Svriz.

El viernes tuve la oportunidad de volver a ver Jacuzzi, la obra del cubano Yunior García Aguilera que cumple una exitosa temporada en el Teatro Lara. La primera vez la vi en su estreno en España, en los Teatros del Canal, pero dentro de un festival y con función única, lo que inevitablemente provocaba una distorsión en el público asistente, conformado casi exclusivamente por familiares y amigos. Ahora, frente al público español aficionado al teatro, me ilusiona ver cómo Jacuzzi resiste, y cómo su fuerza discursiva trasciende el mensaje cubano para universalizarse.

La obra combina dos planos: el amoroso y el político. Dejo para otro espacio abordar los laberintos del desamor —tema aparente de la obra— para centrarme en una lectura política, el tema subyacente. Jacuzzi cuenta, básicamente, dos cosas esenciales: el papel del arte en una sociedad autoritaria y qué se puede hacer cuando un país se derrumba bajo el peso de sus mentiras y contradicciones. La Revolución cubana es un colosal fracaso que ha costado, básicamente, el destino de tres generaciones de cubanos. Su saldo: ruinas, éxodo, pobreza y tiranía. Pero entre las grietas del derrumbe está la gente concreta, personas de carne y hueso que tienen que decidir cómo hacer frente a la tragedia, a esa tolvanera que la historia les ha impuesto. Y las opciones son tres: adaptarse e intentar sobrevivir sin mancharse demasiado; enfrentarse, sabiendo que la lucha es imposible, pero actuando por imperativo moral, y salir y empezar en otra parte. Es decir, las tres etapas de la vida artística del propio Yunior, que cuenta en la obra con una honestidad poco frecuente. El dilema de Jacuzzi es el dilema de nuestro tiempo ante el embate del autoritarismo.

Nadie mejor para analizarlo que Ernesto Zedillo, expresidente de México entre 1994 y 2000, magistralmente entrevistado en estas páginas por Juan Luis Cebrián. Lo que dice Zedillo ya lo había dicho en un ensayo en Letras Libres, comentado aquí también, pero que es necesario repetir. El doctor Zedillo se ha vuelto forense: la democracia mexicana ha muerto y el responsable es López Obrador, con la complicidad activa de Claudia Sheinbaum. Usaron el acceso democrático al poder para concentrar todo el poder, destruir los órganos autónomos y cancelar la posibilidad de la alternancia, desnaturalizando el organismo que vigila las elecciones y el tribunal que las califica. Esto les permitió otorgarse una sobrerrepresentación parlamentaria en las elecciones de 2024 que no le habían otorgado las urnas y conseguir así una mayoría calificada para modificar la Constitución. Y, en un mes de vértigo, usar ese rodillo para desmantelar la independencia del poder judicial, uno de los pocos diques que enfrentó el Gobierno de López Obrador. Como mexicano, me ha conmovido volver a ver y escuchar de nuevo a Zedillo, tan austero y lúcido como siempre. El impacto es como si apareciera de ultratumba Adolfo Suárez para sentenciar que la democracia española ha muerto.

Las consecuencias serán aterradoras para México y para los países que han seguido el modelo autoritario, ya sea desde la derecha o la izquierda. No existe en Occidente ninguna nación que haya alcanzado el progreso sin libertad. La culpa no es de la democracia, ni tampoco exclusivamente de los líderes iliberales que medran en sus alrededores a la espera de una oportunidad. La culpa también es de los ciudadanos que apoyan y alientan versiones autoritarias, seducidos por el canto de sirena de los hombres, que prometen una solución rápida y fácil para todos los males. La democracia requiere demócratas.

Parte del problema —y esto no lo dice Zedillo— es que el sistema de intermediación está roto. Nadie escucha al otro y todos hablamos solo para nuestra clientela. Ya no hay instituciones ni medios que sirvan de árbitro, y las acciones más descaradas e inmorales pueden ser defendidas como «hechos alternativos». Una grey de tontos útiles y unos cuantos pastores cínicos. Antes, un político que era descubierto con una tesis doctoral escrita por un fantasma quedaba automáticamente descalificado y debía renunciar de forma inequívoca. Ahora no sucede nada. Es solo el escándalo del día. La cancelación del debate de ideas en las universidades públicas, secuestradas por la tiranía de la identidad, es otro síntoma. Sus egresados hoy nos gobiernan. 

Para un lector español, esto quizá suene a ciencia ficción, un tema que sucede en una lejana y ajena galaxia. Pero la pérdida de las libertades democráticas está a las puertas. Las declaraciones de Sánchez ante Pepa Bueno de hace dos semanas son inequívocas: ¿para qué convocar elecciones si yo ya sé lo que quiere el pueblo? ¿Para qué respetar a los jueces si [los que investigan a mi familia y colaboradores más cercanos] «hacen política»?

La sorpresa en Cuba ante el desastre de Castro —que se alzó en armas para defender la Constitución democrática de 1940, mancillada por Batista— vino de pensar que Estados Unidos jamás permitiría un país comunista a menos de cien millas náuticas de su frontera. Sesenta y seis años después, el pasmo se volvió calavera. La sorpresa en Venezuela con Chávez fue pensar que se trataba de un país demasiado rico e importante, con las segundas reservas de petróleo del mundo, como para acabar en la senda de Cuba, o algo peor: ser su satélite. Las sonrisitas piadosas de los partidarios de López Obrador cuando se les advertía en vano del riesgo de México de seguir la senda venezolana se han vuelto hoy caras de espanto ante la deriva iliberal de México, pese a compartir más de 3.000 kilómetros de frontera con Estados Unidos, país que enfrenta el mismo dilema, aunque con más anticuerpo democrático y con antiguas y mejores instituciones para hacerle frente. 

De igual manera se menciona a la Unión Europea como salvaguarda de que en España nunca jamás pase lo mismo que en las naciones «hermanas». Pero no, esta democracia también está en riesgo. Si algo ha demostrado el embate iliberal es que la alianza entre un político mesiánico y unas masas alineadas por la demagogia es que no hay diques, ni nacionales ni supranacionales, que no pueda errosionar. 

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