El 'apreteu!' como método
«Ninguna causa puede pervertir las democracias hasta convertirlas en un plebiscito emocional permanente que desborda los límites marcados por la norma»

Ilustración de Alejandra Svriz
El 1 de octubre de 2018 —primer aniversario del esperpéntico «referéndum de autodeterminación» en Cataluña— vimos al entonces president de la Generalitat, Quim Torra, arengando a los CDR con su ya célebre: «Apreteu i feu bé d’apretar» (en castellano: «Presionad, hacéis bien en presionar» ). No era una excentricidad del día: era un manual de uso. La manifestación se convocó bajo el lema «El pueblo manda, el gobierno obedece», síntesis perfecta de un populismo que pretende situarse por encima del Estado de derecho, de las reglas y —cómo no— de cualquier ley. Era la utilización de la violencia callejera de baja intensidad para desbordar los marcos democráticos: un último intento de subvertir el orden constitucional recurriendo a la presión en los barrios, en las calles, en el espacio público.
Los populismos operan siempre igual: buscan una Causa que toque vísceras, miedos atávicos y sustratos culturales oscuros; rompen los marcos institucionales; toman la calle; y se autoproclaman «el pueblo». Lo grave es que hoy observamos a una socialdemocracia sin rumbo, con un hiperliderazgo cercado por la justicia, recorrer esa misma senda. Llamar a la movilización desde el Gobierno no es un gesto menor: es antidemocrático. Ninguna causa —por legítima que se proclame— puede pervertir las democracias hasta convertirlas en un plebiscito emocional permanente que desborda los límites marcados por la norma y crea una situación en la que se divide la realidad social entre «buenos» y «malos».
Naturalmente, hay que reconocer el matiz: existe izquierda institucional y cívica que respeta escrupulosamente el Estado de derecho; mi crítica va al intento de convertir la calle en atajo extrademocrático, aunque cabría preguntarse: ¿dónde está esa izquierda en los partidos que monopolizan el relato? Esto no va de impedir protestas: va de distinguir entre la protesta legítima y el dispositivo extrademocrático cuando quien convoca o alienta es el propio poder.
El relato de la izquierda y la ultraizquierda sobre el conflicto palestino es un caso de libro: hipersimplificación para suprimir matices, disciplinar la conversación pública y señalar —y, si se puede, cancelar— a quien discrepe del guion dicotómico. La ausencia de debate, la hiel en las convocatorias «espontáneas» pro-Palestina, el furor contra el Estado de Israel y contra el pueblo judío —obviando las masacres perpetradas por Hamás el 7 de octubre de 2023 y el destino de Israel si cayese en manos de actores como Hamás—, y el uso inflacionario de términos como «genocidio» aceptando sin contraste el relato y las cifras de una organización terrorista: ahí está el cuadro.
¿No debería ser compatible defender a los civiles palestinos y exigir rigor con los hechos, sin aceptar que organizaciones terroristas dicten el marco (¡la solidaridad no necesita más odio!)? ¿No parece estar supurando un sustrato antisionista que Europa arrastra desde hace siglos? ¿Por qué la izquierda y la ultraizquierda parecen presentarse ahora como sus herederas? ¿Pura táctica electoral y/o convicción a la vez?
«La ‘causa palestina’ sustituye al antifranquismo en diferido, ya inocuo para movilizar»
La unificación de narrativas en la izquierda delata una estrategia: tensionar (aún más) la sociedad. No es nuevo —«hay que tensionar», dejó dicho ZP—, pero hoy actúa como cortina de humo múltiple. La «causa Palestina» sustituye al antifranquismo en diferido, ya inocuo para movilizar. El daño país es evidente: se distorsionan las formas democráticas, se usan palancas institucionales como instrumentos partidistas, se degrada la conversación pública. Todo para monopolizar la agenda, para poner contra las cuerdas dialécticas al contrario: que solo se hable de lo que conviene, que muchos —como yo— acabemos escribiendo sobre ello y, con ello, reforcemos el foco buscado por el poder.
En paralelo, se arma un frente común entre lo que fue un partido socialista y la ultraizquierda que defendía «rodear el Congreso» si no gustaba el resultado electoral; la de los escraches como «jarabe democrático», contra, por ejemplo, Cristina Cifuentes o contra una Begoña Villacís encinta. Mal síntoma. Cortoplacismo de alto voltaje. Y una democracia expuesta a un estrés creciente.
Las señales se agolpan: apoyo explícito del presidente del Gobierno a estas movilizaciones; un delegado del Gobierno que habla del «pueblo de Madrid» como si fuese patrimonio de parte; Pablo Iglesias salivando el objetivo último —«país de países», «no pasaron» de eco guerracivilista— en un tuit. ¿Qué vemos, en realidad? Un experimento. Un «apreteu» preliminar para poner a prueba la capacidad de desbordar los marcos de convivencia. El método es conocido: convertir la calle en dispositivo extrademocrático de presión, expulsar el diálogo, cercar a la oposición, aterrorizar al discrepante con la etiqueta de «ultraderecha».
«La legitimidad no la otorgan los decibelios de la calle ni la coreografía de pancartas, sino las urnas, las leyes y los contrapesos»
Se fabrica un clima de emergencia con el tema palestino que, en breve, mutará en «alerta antifascista». Y cuando llegue un cambio de gobierno —cuando llegue—, ¿qué sucederá? ¿Veremos a la ultraizquierda incendiar las calles como hicieron los CDR y Tsunami Democràtic? ¿Volveremos a escuchar un «apreteu» desde algún atril alentando la tensión para condicionar al próximo gobierno?
Las democracias no caen de golpe; se erosionan por desgaste, por saturación emocional, por la sustitución del procedimiento por la Causa. De eso trata este momento: de forzar el marco, de ver hasta dónde cede. Por eso conviene recordarlo sin rodeos: la legitimidad no la otorgan los decibelios de la calle ni la coreografía de pancartas, sino las urnas, las leyes y los contrapesos. Lo demás —el «apreteu» permanente— es solo la antesala de una política que ya no busca convencer, sino doblegar.