The Objective
Guadalupe Sánchez

Claudicar ante la autocensura

«La palabra ha dejado de ser un vehículo de libertad para convertirse en un sinónimo de sumisión. O dices lo que el poder quiere escuchar o serás triturado»

Opinión
Claudicar ante la autocensura

Ilustración de Alejandra Svriz.

En España disentir ya no es un derecho: es una condena. El que se atreve a salirse del guion gubernamental pasa a ser presa de linchamiento. No hablamos de críticas normales: hablamos de campañas orquestadas desde ministerios, tertulias sincronizadas y jaurías digitales dispuestas a devorarte en cuestión de horas. Lo ha comprobado Perico Delgado, convertido en enemigo público por atreverse a señalar lo evidente en plena retransmisión en RTVE de la Vuelta ciclista. El mismo coro que aplaude la violencia callejera exige ahora su cabeza como si opinar fuese un crimen de lesa patria. Lo ha sufrido también el cirujano Diego González Rivas, que por responder con honestidad que votó a Núñez Feijóo ha acabado siendo linchado en la plaza pública virtual. Cuesta admitirlo, pero vivimos en un país donde ya no se puede opinar sin que la turba te destroce.

Que nadie crea que se trata de una anécdota: es el método. El Gobierno señala, los medios amplifican y las redes ejecutan. El resultado es un clima de miedo donde el ciudadano aprende rápido la lección: calla si no quieres problemas. Guardas silencio para sobrevivir. La palabra ha dejado de ser un vehículo de libertad para convertirse en un sinónimo de sumisión. O dices lo que el poder quiere escuchar o serás triturado.

La autocensura no sólo consiste en callar, sino también en arrodillarse. Lo vimos en la Universidad de Salamanca, que canceló la charla de una israelí y la sustituyó por la de una palestina para contentar a los radicales. No defendió el pluralismo ni la libertad académica: se humilló. El templo del saber, del debate y del discernimiento propio convertido en una cobarde meretriz gubernamental. Ese es el nivel de la cobardía institucional en España.

Al otro lado del Atlántico, el panorama muestra otra cara de la misma enfermedad. Tras el asesinato a sangre fría de Charlie Kirk, varios empleados —desde pilotos hasta médicos o funcionarios— han perdido su trabajo por publicar en redes su entusiasmo por el crimen. Entiendo que las empresas eviten el daño reputacional y no quieran que sus marcas se manchen de sangre. Comparto también que ningún derecho, ni siquiera la libertad de expresión, es absoluto. Será a los tribunales a quienes corresponda decidir en cada caso si se ha cruzado el límite.

Pero les confieso que, personalmente, agradezco que lo digan en voz alta. Prefiero mil veces que el enemigo se quite la máscara a que siga disfrazado de ciudadano ejemplar. Hannah Arendt lo explicó con claridad: el mal puede ser banal, cotidiano, ejecutado sin remordimientos por gente corriente. Y ver a algunas personas celebrar la muerte del prójimo por una mera cuestión ideológica es, además de nauseabundo, revelador. Gracias a su arrogancia y a su ausencia de empatía sabemos quiénes son. Sabemos exactamente quién estaría dispuesto a cancelarnos civilmente por disentir o incluso a matarnos.

«La autocensura nos mutila como individuos y nos degrada como sociedad. Nos roba el derecho a expresar ideas legítimas»

Por eso lo prefiero así: con nombres, apellidos y rostro. Mejor quienes se atreven a mostrar públicamente lo que piensan —y a asumir las consecuencias— que los cobardes parapetados tras perfiles anónimos en redes sociales, vomitando odio y arengando expresamente a la violencia sin dar la cara. Que quede claro que son ellos quienes justifican el terror mientras se envuelven en discursos de «tolerancia».

La autocensura nos mutila como individuos y nos degrada como sociedad. Nos roba el derecho a expresar ideas legítimas y nos priva de saber quién es quién, de ver a cada cual tal y como es. Pero, sobre todo, nos convierte en súbditos del poder: obedientes, temerosos, incapaces de sostener lo que pensamos. Rechazar la autocensura no es solo defender un derecho fundamental, es asumir la responsabilidad de mostrarnos a través de nuestras palabras y aceptar las consecuencias. Obedecer al miedo es la forma de servidumbre más vil: la autoimpuesta.

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