Un Gobierno total
«El Sánchez que no puede salir a la calle sin que le abucheen, el Sánchez rodeado de corrupción, ha recordado que no se rendirá por las buenas, que la calle es suya»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Nadie podría negar a Pedro Sánchez su capacidad para dar la sensación de que está en todo, teniendo en cuenta que no dispone de una mayoría parlamentaria estable y que está siendo incapaz de aprobar unos presupuestos propios, pero ello no le impide actuar como si nada escapase a su control.
Parte de ese éxito en el relato o en la imagen estriba en la capacidad de Sánchez para defender lo indefendible como si fuese la cosa más natural del mundo lo que le permite, hasta cierto punto, mantener un semblante impertérrito cuando todo arde a su alrededor. Cualquier primer ministro habría renunciado a sus funciones si se encontrase con la mitad de las dificultades que asedian a Sánchez, pero nuestro jefe de Gobierno ha decidido que estas minucias que según otros debieran afectarle no significan nada para él, aún más le reafirman en su voluntad de mantener el rumbo incógnito que le caracteriza a la espera de nuevas y peligrosas sorpresas que sabrá sacar de su chistera, como mínimo, en la forma de grandes proyectos que, con algo de suerte para todos, se olvidarán tan pronto como fueron concebidos.
Aunque sea esa la imagen percibida por muchos ciudadanos, no se debiera desestimar la posibilidad de que Pedro Sánchez sea capaz, en lo que queda de legislatura, de llevar a cabo reformas que le ayuden a mantener una esperanza de renovar mandato. Basta pensar en lo que ya ha hecho para que no sea sensato dar por sentado que no vaya a intentar, lo consiga o no, cosas todavía más graves. Insistir en que este Gobierno está acabado y carece de capacidad para deteriorar todavía más el clima político en el que se ha asentado nuestra convivencia desde 1978 puede ser una imprudencia estúpida.
No daré ideas, pero menos aún apostaré a que no hay ocurrencias que Sánchez pueda poner en práctica incluso con la débil capacidad parlamentaria que posee, pero no hay que olvidar que esa debilidad podría volverse de nuevo en fortaleza para deteriorar el sistema de forma que conviniese a los enemigos de la nación, la Constitución y la libertad política.
Este Gobierno no acepta límites a su capacidad de cambiar lo que se le antoje, se empeña en ser un Gobierno total. Acabamos de asistir a una demostración muy expresiva de su inaudita determinación para romper las reglas del juego siempre que eso se haga en su favor: es casi imposible imaginar en cualquier país la tropelía que acaba de cometer Sánchez con la Vuelta ciclista a España con la excusa, perfectamente hipócrita, de apoyar el derecho a manifestarse de quienes se escandalizan infinitamente de lo que llaman el genocidio israelí en Gaza.
«Sánchez ha conseguido que la calle haga lo que quiere el Gobierno, el grado de control al que siempre aspiraron los dictadores»
Algunos dicen que Sánchez ha copiado estrategias de agitación de Podemos, pero ha hecho algo más grave e insólito. Pablo Iglesias quería que el Gobierno se dejase dirigir desde la calle por él y sus generales, pero fracasó en el intento y tuvo que dejar la vicepresidencia y su mesa limpia de papeles porque no estaba allí para gobernar sino para destruir y no supo lograrlo, pero Sánchez le ha dado la vuelta al procedimiento y ha conseguido que la calle haga lo que quiere el Gobierno, ha logrado el grado de control al que siempre aspiraron los dictadores.
Los chicos de las banderas palestinas nunca habrían conseguido derrumbar un acontecimiento deportivo, una fiesta popular, si no hubiese habido un Gobierno que quería lograr precisamente eso, que la calle le devuelva el sueño húmedo de control de las masas que siempre acarician los políticos totalitarios. Así, un Gobierno que debiera garantizar la normal celebración de un evento deportivo popular y casi centenario ha pretendido que esa bárbara intervención se vea como una muestra de que el pueblo en libertad obedece fielmente las sugerencias de un Gobierno que sólo defiende ideas de lujo, como las ha calificado recientemente Niall Ferguson, un ejemplo perfecto de esa moral que predica haz lo que digo, pero no te fijes en lo que hago.
Cargarse el final de la Vuelta ha sido como volver a recibir al Open Arms en una ceremonia más que hipócrita, una exhibición extraordinaria de la mejor moralidad, una muestra de lo orgulloso que está Pedro Sánchez de los ideales que defiende de manera aparentemente quijotesca («Si España tuviese la bomba atómica…») pero ha sido algo más que eso.
El Sánchez derrotado en las encuestas, el Sánchez que no puede salir a la calle sin que le abucheen, el Sánchez rodeado de la más vulgar corrupción tanto en su casa como en sus despachos, ha recordado que no se rendirá por las buenas, que la calle es suya porque, a diferencia de lo que dijera Fraga en su día, no necesita más policías sino más manifestantes y de eso tiene algún que otro ejército de reserva, siempre dispuesto a imponer a palos la conducta correcta a la mayoría descontenta y desconcertada que es capaz de escandalizarse con pequeñeces de pícaros y puteros y olvidar lo de Gaza y los más grandes ideales que sólo Sánchez es capaz de encarnar, la derrota del patriarcado, la salvación del planeta y la paz universal acabando con los belicismos y el fascismo redivivo.
Sánchez no ha venido a estar una o dos legislaturas sino a devolver a España la grandeza moral de convertirse en capitana de los grandes ideales, luz de Trento de nuevo en este mundo lleno de miserias y fascistas. Y para llevar a cabo esa tarea ya tiene los aliados que necesita, los separatistas y supremacistas que si falta hiciere volverían a tomar las armas, los idealistas mamporreros, y el noble pueblo español que jamás se arruga ante los desafíos del fascismo. Que tiemblen Trump y Netanyahu, de Feijóo ni hablamos, que para eso ya tenemos a Abascal abrazado con lo peor de este mundo. ¡Venceremos!