The Objective
Antonio Agredano

La vida padre

«Ahora los malos son los ‘boomers’. Una generación que nos ha condenado a la infravivienda y a eso tan vulgar que es levantarse prontito para ir a currar»

Opinión
La vida padre

Ilustración de Alejandra Svriz.

Está la gente enfadada con Analía Plaza por su reciente entrevista en El País donde habla de La vida cañón, un ensayo sobre la generación boomer, esa que, dicen, «es la primera generación que vive mejor que la de sus hijos». Beatriz Serrano, en la faja, señala que el libro es «una radiografía magistral sobre esta Españita nuestra en la que explica por qué los millennials estamos dónde y cómo estamos».

Analía, en la contra del periódico, señaló de nuestros padres que «ahora que muchos se han jubilado están viviendo la vida cañón, porque se han consolidado como el grupo por edad con mayor riqueza del país, y quieren disfrutar. Y tienen sus mitos: nos hemos sacrificado, hemos luchado mucho, y las siguientes generaciones os ahogáis en un vaso de agua».

La acusan de generalizar y de edadismo. Habrá que leer el libro, cosa que, como yo, aún no ha hecho Luz Sánchez-Mellado, que afea a la autora, en su columna de El País, su complacencia, su victimismo, y le aclara: «No estaría de más que los jóvenes salieran a quemar lo que quiera que sean ahora los palés exigiendo casa, sueldo y trabajo dignos a los verdaderos poderosos, en vez de lloriquearnos sus penas, enfrentar a las generaciones y culpar a sus mayores de todos sus males, como quiere el sistema».

Mi padre es del 57 y mi madre del 56. La madre de Analía es del 61. Siempre tenemos la tentación los hijos de cantarles las cuarenta a nuestros padres, aunque sea en papel y a toro pasado. Culpar a los progenitores de todo es de primero de Capote. Pero lo cierto es que es un misterio esa generación, a caballo –a veces literal, véase Romería– entre dos mundos, que nació en la dictadura, que fue impulsora de la Transición, que ayudó a cimentar nuestra democracia, que trabajó y progresó, y que integró, en su mayoría, esa Atlántida perdida que es la clase media. Un mundo que ya no existe, entre otras cosas, porque el tsunami de X y millenials lo estamos sepultando.

Las gyozas sepultaron los boquerones en vinagre y las hamburguesas grasientas se ven ahora como se veían antes los solomillos Wellington. Los boomers crecieron con sueños de progreso que pasaban por meriendas de tortitas con nata y caramelo en El Corte Inglés, cestas de Navidad en el trabajo, corbatas y calcetines en la mañana de Reyes. No existía el crossfit. No existía el Excel. Los videoclubs seguían abiertos. El jogging se hacía con un chándal color gris olímpico, nada de fluorescentes ni mallas de running.

«Cada generación tiene su dolor y sus dramas, pero los ‘boomers’ crearon un mundo habitable»

Y sí, hablaban de trabajo duro, de lealtad y respeto a la empresa. Levantarse pronto. Tener el coche limpio. La clase media de entonces era un mundo con certezas, predecible, con domingos en familia, con deudas e hipotecas. Una sociedad jerárquica, más gris, ningún cuarentón llevaba camisetas de Spiderman. No había muñecos Funko en las estanterías.

Esa Españita de la que hablaba Serrano, con sorna, en la que un puñado de niños fuimos felices, porque se nos dio todo. O se nos dio mucho, por si hay algún melifluo. Pudimos viajar y estudiar y estrenar zapatillas de deporte de vez en cuando y jugar al fútbol por las tardes. Pasaban cosas, porque siempre pasan cosas. Y cada generación tiene su dolor y sus dramas, pero los boomers crearon un mundo habitable, contradictorio quizá, un poco ensimismado, pero ahí estaban Martes y Trece, y las canciones de Presuntos Implicados, y El precio justo, y los apartamentos en Torrevieja. Y muchas madres que empezaron a trabajar, entre ellas la mía. La llave al cuello a la salida del colegio. Y qué.

Ahora se mira a aquella generación y que si los chistes de Arévalo y que si Charo Chárez. Los más jóvenes miran aquellos días con mezcla de nostalgia y cachondeo. Ahora la generación millennial y X habita una España que ha cambiado. Donde los hijos de aquellas mujeres y de aquellos hombres ya no comemos tortitas sino que competimos en colas virtuales para ver conciertos o rastreamos con desgana perfiles en Tinder o salimos de marcha con ansia juvenil y anestesia en los labios.

La historia, seguramente, absolverá a esos padres de bigote y madres de media melena caoba que construyeron este país y legaron la ilusión de una clase media levantada a base de sacrificios y pequeños triunfos cotidianos. Trabajar era importante. Echar horas. Ser solícito y no conflictivo. «Trabajar menos, vivir mejor», dice el lema del Ministerio del que tanto uso hace Yolanda Díaz.

«Siempre está bien culpar a los demás de lo que nosotros no pudimos hacer»

En cuanto a nosotros, los hijos despachurrados entre el choque de dos épocas, dejando atrás la Atlántida mientras navegamos en esta nueva realidad con humo –todo es humor, qué pereza–, y algo de desconcierto. Siempre está bien culpar a los demás de lo que nosotros no pudimos hacer. Aprendimos de Podemos que se vive mejor en la oposición. Sin responsabilidades. Culpando a los demás de los desastres del mundo mientras nosotros nos reunimos con la absoluta felicidad de que, hagamos lo que hagamos, el mundo seguirá igual.

Ahora los malos son los boomers. No lo dice sólo Analía. Está ahí, en redes, en conversaciones de bar. Una generación tapón. Una generación egoísta. Una generación que nos ha condenado a la pobreza, a la infravivienda y a eso tan vulgar que es levantarse prontito para ir a currar.

Una vez rompí un jarrón de un balonazo en el salón. Cuando me riñeron mis padres por jugar a la pelota dentro de casa, les dije que poner un jarrón tan grande en una estantería tan pequeña es un poco llamar a que se cayera. Pues así seguimos. Culpando a los demás de lo que nosotros estamos rompiendo.

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