Cuando Robert Redford era posible
«Era un hombre comprometido, no estabulado. Era un hombre con ideas, no con consignas. Era un hombre firme, no faltón»

Robert Redford en 'Intimo y personal'. | Lauren Films
La muerte de Robert Redford ha caído como una lluvia triste, serena, unánime, sobre absolutamente todo el mundo. Con figuras así no hay polarización que valga, ni cultural ni de la otra. Se ha ido un grande. Muy grande. Descanse en paz él que puede, ya que nosotros no.
Un viejo amigo mío, director de cine, me ayudó una vez a ver a Robert Redford con ojos más sabios. Por ejemplo, en el momento de bajarse de la avioneta para conocer a Meryl Streep en Memorias de África. Esto me dijo mi amigo: «En el momento en que quien se baja del avión es Robert Redford, ya sabes todo lo que va a ocurrir». Ya sabes que está en marcha un gran amor de los que no destiñen. Una cándida adolescencia por la que brindar hasta el final. Nada que ver con que de esa avioneta se bajaran, qué sé yo, Fernando Esteso o Javier Bardem.
De un tiempo a esta parte, los grandes artistas han huido de ese tipo de «encasillamientos» que sin embargo eran la esencia de su leyenda en los años dorados de Hollywood. Cuando Humphrey Bogart siempre era Humphrey Bogart, Greta Garbo siempre era Greta Garbo, etc. El estrellato es eso: una capacidad instantánea de conectar al espectador con determinados valores, leyendas, ilusiones. Los actores interpretativamente ambiciosos lógicamente huyen de eso, buscan la versatilidad. Hoy hago de malo, mañana de bueno. Por desgracia a veces se dejan toda la magia por el camino. Robert Redford fue de los pocos que consiguió tenerlo todo: seriedad interpretativa y a la vez un no sé qué de tiernamente heroico, que te lo creías porque venía de él.
Decía antes que se ha muerto un grande, muy grande, cuando lo cierto es que físicamente era un hombre pequeño. Bajito, delgado. Me di cuenta la primera vez que le vi en persona. Fue en Nueva York, en una rueda de prensa que daba él y a la que yo llegué, aún me cruje recordarlo, empapada de pies a cabeza por una lluvia salvaje que me pilló a traición a la salida del metro. Yo no habría tenido otro aspecto de acabar de salir de la ducha.
Avergonzada, renuncié a dirigirle la palabra, aunque no a observarle con interés. Ya digo que me sorprendió y llamó la atención su baja estatura. También la piel de su rostro, llena de marcas que supongo que el maquillaje y la luz se encargarían de eclipsar en pantalla. Daba igual. Estas imperfecciones si acaso le humanizaban más, le hacían más cercano.
«Podía apostar por el cine independiente, por el medio ambiente y por el Partido Demócrata, pero nunca le faltó al respeto a nadie»
Volví a verle cuando él apareció en la Brooklyn Academy of Music para conmemorar no sé qué aniversario del rodaje de Todos los hombres del presidente. Vas a un cinefórum y allá que se presenta Robert Redford con toda la naturalidad, sin darse aires de nada. Hablando de cine y de política.
Me gustó mucho verle defender sus ideas sin insultar a quien no las compartiera, y sobre todo sin dirigirse al público como si fuésemos un rebaño de retrasados mentales a pastorear. Es que entonces –no hace tanto– el cine comprometido era otra cosa. Los activistas culturales tenían otro nivel. Un hombre como Redford podía apostar por el cine independiente, por el medio ambiente y por el Partido Demócrata –aunque en Todos los hombres del presidente él interpretaba a Bob Woodward, de los dos periodistas, el que era republicano…–, pero nunca le faltó al respeto a nadie. Ni a la inteligencia de nadie.
Siempre me ha dado un poco de repelús la tendencia pública a sobrevalorar las opiniones de los integrantes de ciertos colectivos, sin duda carismáticos, pero no por ello necesariamente mejor informados ni más lúcidos. Eso vale para futbolistas, para cantantes de reguetón y para actores que, desprovistos de director y guionista, se te pueden quedar en una sorprendente inanidad. Entiendo que todos estamos apasionadamente de acuerdo con nosotros mismos, todos consideramos nuestras propias opiniones del mayor interés, y que aquellos de nosotros que por lo que sea alcanzan determinado grado de notoriedad pública, se sientan tentados, si no obligados, a poner eso al servicio de su «causa». La que sea.
Pero una cosa es eso y otra practicar una especie de purga cultural continua, donde se pasa lista de afectos y desafectos, y donde la diferencia entre sacar un pañuelo palestino o una bandera de Israel puede traducirse en más o menos contratos. O cancelaciones.
Robert Redford no era así. El mundo, el cine y el activismo que él defendía no eran así. Era un hombre comprometido, no estabulado. Era un hombre con ideas, no con consignas. Era un hombre firme, no faltón. Era el hombre que sólo se tenía que bajar de la avioneta para hacerte entender a la primera Memorias de África. Y muchas más cosas. Pobre, si se le ocurre hacerlo ahora, yo creo que le cortan las alas antes de empezar.