The Objective
Javier Benegas

Gaza y la mentira del genocidio

«De Oslo al 7 de octubre: cómo la historia desmiente el relato dominante»

Opinión
Gaza y la mentira del genocidio

Éxodo de gazatíes este sábado. La guerra ha obligado a desplazarse a cientos de miles de personas, según el Ejército israelí y Hamás. | Reuters

En 1993, los Acuerdos de Oslo inauguraron una etapa de expectativas inéditas en el conflicto entre Israel y los palestinos. Por primera vez en décadas, el horizonte de una paz duradera parecía posible. En Israel, tal ilusión era real y generalizada: amplios sectores de la sociedad, tanto de izquierda como de derecha, asumieron que el sacrificio de renunciar a territorios se vería compensado por el fin definitivo de la violencia y la coexistencia pacífica de dos Estados.

Sin embargo, aquella esperanza se desmoronó con rapidez. La versión más difundida, recogida incluso en fuentes de referencia como Wikipedia, sostiene que el principal obstáculo fue —y sigue siendo— la negativa israelí a renunciar al control sobre Gaza y Cisjordania. Pero esa interpretación, por decirlo muy suavemente, es parcial. La reticencia israelí no fue tanto previa como consecuencia de lo que ocurrió después de Oslo, cuando la OLP mostró su verdadera estrategia en cuanto se sintió afianzada.

Tras los acuerdos, la ayuda internacional se volcó con los palestinos. Europa y Estados Unidos canalizaron recursos inmensos para proyectos de desarrollo, infraestructuras y programas educativos. La idea era que el naciente autogobierno palestino se consolidara como germen de un futuro Estado democrático, pacífico y moderno. Sin embargo, la OLP impuso sobre estos proyectos un control férreo y opaco, desviando fondos y recursos hacia turbios intereses políticos y clientelares

Numerosos cooperantes y ONG sobre el terreno advirtieron pronto el problema. Ese intervencionismo a menudo no solo desvirtuaba los proyectos, sino que los hacía fracasar. El caso de la mejora de una escuela para ciegos en la ciudad de Jenin, en el norte de Cisjordania, financiado por el Gobierno de Austria, resulta paradigmático: la ONG responsable había designado a la mayor especialista mundial en educación para invidentes. Pero la experta, por el simple hecho de su origen judío, se encontró con obstáculos sistemáticos por parte de la OLP, hasta que finalmente renunció. El proyecto quedó desvirtuado y acabó siendo un símbolo de cómo la política sectaria prevalecía sobre el interés de la población de Gaza.

En realidad, la OLP no utilizó la ayuda internacional para construir instituciones abiertas y eficientes, sino para reforzar su poder interno. La estrategia parecía clara: consolidar un aparato de control absoluto sobre la población de Gaza y, con el tiempo, proyectar ese poder como desafío a Israel. Para la mayoría de analistas israelíes, de todo el espectro político, esa dinámica revelaba que la solución de los dos Estados era falaz y peligrosas. No se trataba de convivir, sino de alimentar un futuro Estado palestino dominado por la OLP, orientado a presionar cada vez más a Israel.

La conclusión para Israel fue amarga, pero contundente: los Acuerdos de Oslo habían sido un error estratégico. Al legitimar a la OLP y otorgar forma política a un ente nacional palestino, se alimentó la idea —todavía muy arraigada en Europa— de que «Palestina» era una realidad histórica y territorial previa. Pero lo cierto es que ese concepto político es una construcción reciente. Mientras en Israel la ilusión de Oslo se transformó en una amarga experiencia grabada a fuego —la quimera de los dos Estados no conduce a la paz, sino a la inestabilidad—, en Europa las élites políticas siguen ancladas en aquel espejismo de hace 32 años, repitiendo como un disco rayado la solución de los dos Estados.

De Oslo a Gaza: el terreno abonado para Hamás

El fracaso de los Acuerdos de Oslo obedeció a múltiples factores, pero uno destaca sobre los demás: la desvirtuación sistemática de la ayuda internacional por parte de la OLP. No se trata de una opinión subjetiva, sino de los testimonios de cooperantes y ONG que, sobre el terreno, vieron cómo la Autoridad Palestina convertía los ingentes recursos recibidos en un instrumento para reforzar su propio poder, en lugar de mejorar el bienestar de las personas y construir instituciones transparentes y eficaces.

Con el tiempo, aquella corrupción erosionó la legitimidad de Fatah (facción que controlaba la OLP) y abrió espacio a nuevas fuerzas políticas. Entre ellas, Hamás emergió como la alternativa más poderosa. Las elecciones legislativas de 2006 fueron un punto de inflexión: seis partidos y cuatro independientes obtuvieron representación, pero el bloque «Cambio y Reforma» (es decir, Hamás) se impuso con un 44,45 % de los votos y 74 escaños, frente al 41,43 % y 45 escaños de Fatah.

El resultado fue un terremoto político. Para Israel, Estados Unidos y la Unión Europea era inconcebible aceptar que un partido catalogado como organización terrorista pudiera convertirse en Gobierno legítimo y, por tanto, en interlocutor en las negociaciones de paz. Un puro y simple disparate. Washington, bajo la presidencia de George W. Bush, se alineó con Israel y exigió a la Autoridad Nacional Palestina que desarmara a Hamás. Aquello desembocó en enfrentamientos armados en Gaza entre fuerzas de seguridad de la ANP y milicianos islamistas. El desenlace es conocido: Hamás consolidó su control absoluto en Gaza, donde instauró un régimen propio, al margen de la ANP.

De aquellos barros vinieron estos lodos. Gaza se convirtió en un territorio gobernado de facto por Hamás, que no ha ocultado nunca su objetivo: la destrucción del Estado de Israel. El salto cualitativo se produjo el 7 de octubre de 2023, exactamente 50 años después de la Guerra del Yom Kippur. Ese día, comandos de Hamás perpetraron una masacre de 1.400 civiles israelíes y secuestraron a 252 personas, en el mayor ataque sufrido por Israel en décadas. Fue un acto de guerra en toda regla que desencadenó la actual ofensiva israelí sobre Gaza. Sin embargo, para la izquierda internacional no existe tal guerra, ni tampoco la responsabilidad de Hamás, porque para ellos ni siquiera existe Hamás. Lo que Israel está llevando a cabo en Gaza no es una guerra, es un genocidio

«No se trata simplemente de ‘usar escudos humanos’, sino de algo mucho más perverso: Hamás diseña deliberadamente sus operaciones para que la distinción entre civiles y combatientes sea imposible»

Pero si vamos a dar pábulo a una palabra tan grande, conviene salir del terreno de la propaganda y entrar en el del derecho. El marco adecuado es el del Derecho Internacional Humanitario (DIH), que fija principios claros: distinción entre combatientes y civiles, y proporcionalidad en el uso de la fuerza. Es precisamente aquí donde se obvia un hecho esencial: que Hamás ha convertido esos mismos principios en el núcleo de su estrategia militar.

No se trata simplemente de «usar escudos humanos» —expresión que ya resulta demasiado eufemística—, sino de algo mucho más perverso: Hamás diseña deliberadamente sus operaciones para que la distinción entre civiles y combatientes sea imposible. Sus túneles, centros de mando y arsenales se esconden bajo hospitales, escuelas y bloques de viviendas. Sus pisos francos, muy numerosos, están diseminados por barrios populosos. Sus milicianos se camuflan entre la población, sin uniforme ni nada que los identifique. Y lo más perverso: la lógica de Hamás no es minimizar las bajas civiles, sino maximizarlas, porque cada imagen de destrucción se transforma en capital propagandístico contra Israel.

En estas condiciones, exigir a Israel que aplique el principio de proporcionalidad como si estuviera librando una guerra convencional, en campo abierto y contra un ejército regular, es sencillamente absurdo. Sería como obligarle a jugar una partida de ajedrez mientras el adversario puede arrojar el tablero por la ventana.

La pregunta clave, entonces, no es si hay daños colaterales —inevitables en una guerra urbana de estas características—, sino si Israel realiza esfuerzos extraordinarios para reducirlos, incluso a costa de arriesgar la vida de sus propios soldados. La evidencia sugiere que sí: avisos previos antes de los bombardeos, corredores humanitarios, mapas de evacuación… Ningún otro ejército moderno aplica mecanismos semejantes en condiciones de combate tan hostiles.

Dicho de otro modo, la carga de la prueba no debería dirigirse contra quien combate en condiciones creadas deliberadamente para hacer imposible la distinción, sino contra quien ha hecho de la población civil su principal arma de guerra

La manipulación del lenguaje

La palabra genocidio no es una metáfora ni un insulto político: es un término jurídico preciso, definido en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (ONU, 1948). Allí se establece que genocidio es la comisión de actos «con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal». La clave no está en los daños sufridos, sino en la intención de exterminio.

Si se aplica con rigor esa definición, el encaje de lo sucedido en Gaza bajo el término “genocidio” resulta insostenible. Israel no persigue la eliminación del pueblo palestino ni de los gazatíes como grupo étnico o religioso. Su objetivo declarado —y sus operaciones lo confirman— es desmantelar la infraestructura militar y política de Hamás, organización que ha cometido crímenes de guerra y que proclama abiertamente su deseo de destruir al Estado de Israel. Que esa acción militar cause víctimas civiles, aun siendo trágico, no convierte el conflicto en genocidio. De lo contrario, casi todas las guerras modernas serían calificables como tal, desde las de la OTAN en Yugoslavia hasta las operaciones francesas en Mali. Y no digamos la invasión rusa de Ucrania, con más de 40.000 bajas civiles desde 2022, 3,7 millones de personas desplazadas internamente y 6,9 millones refugiados.

Y si hablamos de genocidios silenciados, baste recordar las matanzas sistemáticas de cristianos en África a manos de grupos yihadistas como Boko Haram o Al Shabaab: aldeas enteras arrasadas, miles de muertos, persecuciones religiosas que cumplen todos los requisitos para ser tipificadas como genocidio. Sólo en Nigeria, por ejemplo, más de 30.000 los cristianos han sido asesinados por la violencia islamista. Sin embargo, de esas tragedias los activistas pro Palestina nada tienen que decir. El genocidio solo existe cuando conviene atacar a Israel.

Lo que vemos aquí es un fenómeno distinto: la banalización del término genocidio y su empleo como arma política y propagandística. Se recurre a la acusación no para describir con precisión jurídica lo que ocurre, sino para estigmatizar a Israel, deslegitimar cualquier acción de defensa y presentar al agresor, a quien declaro la guerra, como víctima absoluta. En este terreno semántico, las imágenes de destrucción y sufrimiento civil propias de la guerra se convierten en “prueba” de una intención que nunca ha sido demostrada.

Es cierto que el número de víctimas en Gaza es elevado, y que cada vida perdida importa. Pero el conteo de bajas, por sí solo, no acredita genocidio. De hecho, ni la Corte Internacional de Justicia ni organismos internacionales especializados, excepto una tendenciosa comisión de la ONU, han podido establecer hasta ahora que Israel albergue la intención genocida requerida por la Convención de 1948. Lo que sí han subrayado repetidamente es la obligación de todas las partes —Israel incluido— de respetar los principios del Derecho Internacional Humanitario.

La paradoja es que, al acusar sin pruebas de genocidio, se banaliza la memoria de los auténticos genocidios del siglo XX: el Holocausto, Ruanda, Armenia, Camboya. Equiparar esos crímenes de exterminio planificado con una guerra urbana en la que un ejército combate a una milicia terrorista que se esconde entre civiles es una ofensa a la verdad histórica.

El uso político del término no es inocente. Sirve para moldear la opinión pública, especialmente en Europa, donde la sensibilidad hacia Israel ya estaba erosionada. Reproduce además una lógica propagandística que Hamás conoce perfectamente: provocar la respuesta militar, exhibir los daños, y dejar que la acusación de genocidio haga el resto. Así, el lenguaje se convierte en un arma más del conflicto, quizá la más poderosa en un mundo saturado de imágenes y titulares.

En este contexto, la pregunta que deberíamos hacernos no es si Gaza sufre un genocidio —no lo es—, sino cómo es posible que buena parte de la comunidad internacional haya aceptado, casi sin resistencia crítica, el marco narrativo diseñado por una organización terrorista. Esa aceptación es, en sí misma, una derrota cultural y política para Occidente, que parece haber olvidado que la primera víctima de la manipulación del lenguaje es siempre la verdad.

Israel frente a la decadente Europa 

Para la gran mayoría de israelíes, lo que está en juego en Gaza no es una operación militar más, sino algo existencial: la supervivencia de su comunidad política, de su identidad nacional y de los valores que sostienen su sociedad. Israel, con todas sus imperfecciones, es la única democracia funcional en Oriente Medio, un país que garantiza derechos políticos, diversidad religiosa y un Estado de derecho en una región donde lo común son dictaduras militares, teocracias o regímenes autoritarios.

Sin embargo, desde Europa se suele mirar esta realidad con una incomprensión que para los israelíes resulta pasmosa. Mientras en Tel Aviv se percibe la lucha contra Hamás como una batalla por la supervivencia misma de la nación, en Bruselas o en Berlín se tiende a reducirlo todo a categorías abstractas: «proporcionalidad», «dos Estados», «proceso de paz». Como si se tratara de un problema técnico de fronteras y no de una cuestión de vida o muerte.

¿Por qué esa distancia? Muchos israelíes creen que Europa ya no puede entender su situación porque ha perdido el sentido de sí misma. Tras décadas de prosperidad y paz bajo el paraguas de Estados Unidos, Europa ha visto diluirse sus valores y su cohesión cultural. Al mismo tiempo, ha experimentado fuertes corrientes migratorias que han traído consigo la presencia creciente de comunidades musulmanas donde, en algunos casos, el islamismo político gana terreno. Ese fenómeno ha generado tensiones identitarias y sociales en numerosos países europeos, que se reflejan en debates sobre libertad de expresión, seguridad y hasta sobre la vigencia del propio modelo democrático.

Desde Israel se observa con inquietud que, cuanto más frágil se vuelve la identidad cultural europea, más inseguros y vacilantes se muestran sus gobiernos. Y esa debilidad se traduce en política exterior en algo muy concreto: una tendencia a cuestionar la legitimidad de Israel para defenderse. Europa, atrapada en sus contradicciones, proyecta sobre Israel su propia debilidad y sus miedos internos. Así, el mismo continente que no supo frenar la guerra de los Balcanes en los años noventa, ni responder con firmeza a las agresiones rusas en Ucrania hasta que fue demasiado tarde, se permite ahora dar lecciones a Israel sobre cómo debería garantizar su supervivencia.

Para los israelíes, la paradoja es cruel: el continente que dio al mundo el Holocausto, y que después juró “Nunca más”, es hoy el que más fácilmente duda de su derecho a existir en paz y a defenderse de quienes proclaman abiertamente su voluntad de destruirlo.

Siento disgustar a los más devotos. Pero no. No hay genocidio en Gaza. Lo que sí hay es una guerra dura, cruel y trágica, iniciada por quienes han hecho de la población civil su escudo y su principal arma. Confundir esa realidad con un genocidio no solo es un insulto a la verdad; también es, en última instancia, un acto de complicidad con los verdaderos verdugos.

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