The Objective
Jorge Freire

La libertad de atarse

«El matrimonio, lejos de ser un trámite, puede ser una forma radical de esperanza, pues todo lo apuesta por aquello que la anomia devora en primer lugar»

Opinión
La libertad de atarse

Júpiter y Mercurio en casa de Filemón y Baucis, de Peter Paul Rubens. | Wikipedia

En la segunda parte del Fausto, Goethe presenta a Filemón y Baucis como estorbos intolerables para el codicioso protagonista, que ha trocado sus apetitos juveniles por el más frío expansionismo. En la cabaña de ese matrimonio de ancianos, ajeno a la fiebre de dominio, se cifra la vida sobria y arraigada. Enceguecido por el afán de someter la naturaleza, Fausto recurre a Mefistófeles y el fuego consume a los esposos.

Goethe no inventa a Filemón y Baucis, pareja que se remonta a Ovidio. En las Metamorfosis, los hacendosos vejetes acogen a Zeus y Hermes cuando aparecen disfrazados de mendigos y les ofrecen lo poco que tienen. Como premio reciben la salvación del diluvio, la transfiguración de su choza en templo y el don de morir juntos, metamorfoseados en dos árboles entrelazados para siempre. El contraste es revelador. Donde Ovidio canta la piedad premiada con permanencia, Goethe expone la fidelidad arrasada por la ambición moderna.

Andando el tiempo, Ernst Jünger reelaboró la figura de los esposos en plena era atómica. En Philemon und Baucis (1956), el mito se transforma en parábola del siglo XX. Ni diluvio ni fuego fáustico, sino hongo nuclear. Allí donde la modernidad impone fugacidad y desarraigo, Jünger interpreta el matrimonio como una fortaleza discreta pero inviolable. Si en Ovidio el matrimonio es piedad, en Goethe es tradición incinerada y en Jünger, refugio ante la técnica. Un símbolo y tres épocas. Pero hoy la amenaza es bien distinta…

El individualismo erige su reino sobre arenas movedizas y lo llama libertad, al tiempo que confunde el yugo con la alianza, como si toda ligadura fuera grillete. ¿Por qué no ancla? Este verano he asistido a unas cuantas bodas de «solteros de oro» y me inclino a pensar que la cuestión es pertinente.

La modernidad anómica dinamita el hogar y sobre sus escombros levanta una oficina. La crianza se degrada en trámite, la comunidad en reglamento y el individuo, convencido de su autonomía, en mies truncada que se pudre sin tierra. No es bueno que el hombre esté solo, enseña el Génesis, y el incel escarnece a la solterona porque le devuelve el reflejo. ¿Qué hace el Robinsón posmoderno, sino disfrazar de pulsión libertina su incapacidad de sostener un vínculo duradero?

Nuestra época educa en el espejismo de que elegir es perder. Qué le vamos a hacer si, como decía Chesterton, no se puede dar el corazón y guardárselo al mismo tiempo. Visto así, ¿qué es el matrimonio virtuoso sino una carga de dinamita contra el dogma del desapego? Un acto radical de libertad que consiste en, valga la paradoja, elegir atarse. 

El vínculo es la última morada contra el vacío. Por eso resuena la vieja lección de Filemón y Baucis en esta intemperie de soledades. El matrimonio, lejos de ser un trámite, puede ser una forma radical de esperanza, pues todo lo apuesta por aquello que la anomia devora en primer lugar. En un mundo que nos induce a flotar sin raíces, forzoso es recordar que la ligadura no es servidumbre, sino libertad encarnada.

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