Sánchez en su plan B
«Durante el verano, Moncloa ha trabajado intensamente en inflar artificialmente a Vox en las encuestas a costa del PP e iniciar la movilización en la calle»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Resistir, comprando los votos en el Parlamento a los partidos de la coalición «progresista», se ha vuelto una tarea insostenible. Carísimos los apoyos de los nacionalistas, que siempre exigen retazos de soberanía —más competencias, más cesiones simbólicas, más impunidad histórica— y sorprendentemente baratos los de la izquierda radical, para quienes más allá de las consignas adolescentes basta con conservar sus salarios, asesores y prebendas asociadas al cargo, las encuestas previas al parón estival anunciaban una doble catástrofe para el Gobierno: clara mayoría simple del PP de Núñez Feijóo y posibilidad real de mayoría absoluta con Vox, al que, llegado el caso, ni siquiera necesitaría en el Ejecutivo, bastando con su abstención en la investidura.
Frente al avance de los casos judiciales que acorralan a Pedro Sánchez —con especial atención a los escándalos que salpican a su esposa, Begoña Gómez, su hermano, sus sucesivos brazos derechos, su fiscal— y las investigaciones periodísticas que seguirán minando la credibilidad y la verdadera naturaleza de este Gobierno, el blindaje de los medios afines resulta cada vez más grotesco. Qué cotidiana vergüenza la televisión pública. Durante el verano, Moncloa ha trabajado intensamente en la implementación del plan B, una operación de doble pinza: inflar artificialmente a Vox en las encuestas a costa del PP —el último barómetro del CIS, dirigido por José Félix Tezanos, debería estudiarse como un subgénero de la literatura fantástica— e iniciar la movilización en la calle, que es una de las fases agudas de la enfermedad populista, como bien lo saben todos los catalanes que vivieron —y aún viven— las consecuencias del procés, y demasiados países latinoamericanos.
El Gobierno deja de ser árbitro y garante de los derechos de todos para convertirse en agitador, en instigador de confrontaciones sociales. En lugar de proteger a los ciudadanos de los escraches, los organiza, los justifica o los tolera, según convenga al guion del día. Cuando un Ejecutivo alienta las manifestaciones que cree que lo refuerzan —aunque sean abiertamente sectarias— y logra con ellas dirigir la conversación pública, el señuelo ha surtido efecto. Su estrategia ha funcionado. Asesorados con precisión por sus verdaderos encuestólogos —no los del CIS de Tezanos, que solo fabrican humo para el consumo externo, sino los que trabajan en la sombra con datos bien calibrados—, han escogido al chivo expiatorio ideal: el «judío eterno», la figura demonizada que sirve como catalizador no del odio, sino de algo más peligroso: la certeza moral. Nadie hace más daño que las huestes morales teledirigidas desde el poder y seguras de estar del lado correcto.
La confusión interesada entre pueblo judío, ciudadano de Israel, Estado de Israel y Gobierno de ese país es extraordinariamente grave y profundamente inmoral. Que desde el propio Gobierno se alentara el intento de reventar la Vuelta Ciclista a España —simplemente porque uno de los equipos participantes cuenta con patrocinio israelí— constituye un acto grotesco, indigno y de una bajeza que todavía sorprende por la facilidad con que se ha logrado normalizarlo. Para justificarlo, se impone un filtro moral totalitario: si te opones a esta burda manipulación, entonces eres cómplice de la muerte de niños en Gaza. Es un chantaje emocional infantil en términos intelectuales, pero profundamente peligroso en términos sociales. Y peor aún, eficaz: en términos políticos.
Al día siguiente de la inhibición policial que permitió boicotear la etapa final de la Vuelta —cómo no, en el Madrid de Ayuso—, una librería infantil de Barcelona amaneció con pintadas antisemitas y amenazas explícitas por ser su dueño, un ciudadano español, un judío. Escenas que remiten a lo peor de la historia reciente de Europa: aquella espiral de odio que comenzó el 30 de enero de 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller de la República de Weimar, y finalizó el 8 de mayo de 1945, con la derrota incondicional del régimen nazi. Nadie puede decir que no está avisado. La historia no se repite exactamente, pero sí rima. Estamos en uno de sus estridentes estribillos. ¿Qué sigue? ¿Estrellas de David en las calles?
Por ello, me niego a entrar al trapo de las acciones de guerra del Gobierno de Netanyahu en respuesta al brutal ataque terrorista del 7 de octubre de 2023 y la manifiesta vocación genocida de Hamás, movimiento islamista que gobierna Gaza desde 2007 con puño de hierro. Ese debate, complejo y profundamente envenenado, es solo un señuelo. Discutirlo en los grotescos términos morales que quiere imponer el Gobierno —una simplificación maniquea donde todo el que no aplaude la consigna oficial es tachado de cómplice— es una trampa propagandística de manual. El verdadero tema no es Israel ni Gaza, aunque sea un tema urgente en sí mismo. El verdadero tema es España, su democracia y su deriva populista. Y ante eso, la conclusión es tan clara como urgente: Pedro Sánchez delendum est.