El inevitable mestizaje
«La historia universal es la historia de las migraciones de unos países a otros. El nacionalismo siempre ha sido contrario a esta idea»

Ilustración de Alejandra Svriz.
¿El jazz es una música de negros o de blancos? Ni de unos ni de otros, sino una mezcla de ambos. Veamos.
El jazz no se explica sin la esclavitud de los negros en las plantaciones del sur de los Estados Unidos del siglo XIX, especialmente en Lousiana. ¿Qué podían hacer aquellos miserables esclavos sin derecho a casi nada, sólo a la subsistencia para seguir siendo esclavos?
Además de reproducirse entre ellos, estos esclavos podían cantar acompañados de algunos instrumentos muy simples de percusión y cuerda, que habían heredado de sus ancestros africanos, normalmente cantos religiosos propios de los protestantes pero con ritmos africanos. De ahí los «espirituales» negros cantados a coro o a capella mientras trabajaban o descansaban al final de la jornada. Aquello todavía era música negra, en todo caso con letra de blancos, con palabras de la Biblia.
Pero tras la guerra civil llegó el final de la esclavitud, en un proceso lento, por supuesto, un par o tres generaciones. En ese tiempo algunos negros, antiguos esclavos o hijos de esclavos, fueron descubriendo instrumentos musicales más sofisticados, los instrumentos propios de la música blanca y aprendieron a tocarlos.
Es entonces, a principios de siglo XX, cuando surge una música nueva, ni blanca ni negra, una simbiosis de ambas, una mezcla de ritmos africanos interpretados con instrumentos occidentales. Ahí está el origen del jazz, un tronco común que evoluciona a través de muchas ramas y ya a mitades de siglo pasado muestra una gran tradición cultural. El jazz, en mi opinión, es la gran música del siglo XX, que influye decisivamente en todas las demás.
Un caso paradigmático es el de Duke Ellington, nacido en 1899 en una familia de burguesía negra. Aficionado al piano desde pequeño, sus padres le mandan a clase de música clásica, naturalmente música de blancos. A mediados de los años 20 empieza a componer por su cuenta, crea una banda de la cual es director y pianista, toca este instrumento, pero le da a la orquesta un sonido nuevo, el swing, una de las variantes más conocidas del jazz. Junto con Louis Amstrong (The King) y Count Basie, el trío (duque, rey y conde) que expanden el jazz hacia las ciudades del norte, hacia Nueva York y Chicago.
El jazz se ha convertido ya en la música nacional de EEUU y, muy poco después, se difunde por todo Occidente y más allá. No existiría la gran canción francesa de los años 50 sin el jazz, tampoco el rock anglosajón y derivados. El historiador Juan Francisco Fuentes publicó hace unos meses un muy divertido y original libro (Bienvenido Míster Chaplin) sobre la influencia de la cultura norteamericana en la España de entreguerras y el jazz, junto con el cine, las barras de bar y los cocktails, es una de las grandes aportaciones.
Hemos hablado del jazz como un ejemplo de lo que pretendemos sostener: la historia del mundo, desde la antigüedad más remota, es la historia de la mezcla de razas y culturas. Y también es cierto que siempre se ha suscitado un miedo al otro, al extranjero, al extraño, antes de que se produjera la natural y positiva mezcla. Nos es casualidad que a los habitantes del norte de Europa los denomináramos los del sur mediterráneo con el nombre de «bárbaros».
«La inmigración tiene muchas cosas buenas y muy pocas malas, y ciertamente también debemos cuidarnos de estas pocas malas»
Todavía recuerdo aquellos dibujos de mis libros escolares que ilustraban la llamada «invasión de los bárbaros» como personajes salvajes, con lanzas al hombro, lanzando aullidos y siempre corriendo, que llegaban a la península ibérica para desplazar a los nativos. Iguales imágenes se reproducían cuando un tiempo después los árabes musulmanes entraban por el sur tras sortear el estrecho de Gibraltar. El miedo al otro ha existido siempre. Incluso algunos decían que los romanos habían invadido España, como si los propietarios auténticos de España fueron unos hipotéticos iberos que habían llegado aquí antes de los romanos. En este camino hacia atrás llegamos, naturalmente, a Adán y Eva, que también fueron invadidos por perversos extranjeros que querían acabar con su identidad.
La historia universal es la historia de las migraciones de unos países a otros. El nacionalismo siempre ha sido contrario a esta idea. Don Pelayo, un supuesto rey astur, nos defendió de los árabes, menos mal, pero cabe la pregunta: ¿de dónde provenía don Pelayo? Quizás era un visigodo del norte de Europa que antes había ocupado Asturias… No acabaríamos nunca de buscar orígenes puros, sin contaminación alguna de otras razas invasoras y bastardas.
Esto es sobre lo que deberían reflexionar nuestros nacionalistas actuales, sean Vox, Aliança Catalana o el Junts de Puigdemont y de Míriam Nogueras. También Orbán, Trump, la señora Le Pen y tutti quanti. Como declaró hace un mes un experto como es el catedrático de Economía de la Universidad de Granada y director del área financiera de Funcas: «La inmigración trae muchas cosas buenas y muy pocas malas, es muy necesaria para la sostenibilidad del país, para su riqueza intercultural y para otras cosas».
El PNV llamaba despreciativamente «maketos» a los ciudadanos del resto de España que emigraban al País Vasco para trabajar en sus fábricas, los nacionalistas catalanes «xarnegos» a los andaluces, murcianos y extremeños. Ahora les toca a todos los nacionalistas, también los nacionalistas españoles de Vox, despreciar a los musulmanes, a los «moros».
Pero, recordemos, la inmigración tiene muchas cosas buenas y muy pocas malas, y ciertamente también debemos cuidarnos de estas pocas malas. Aunque, sinceramente, a mí me gusta el mestizaje, la mezcla, los cocktails y el jazz.