El placebo de la causa palestina
«Administrar azúcar ideológico tiene un precio: una sociedad debilitada, condenada a confundir la ficción de la grandeza con la realidad de su miseria»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay alimentos que se consumen por su mera apariencia, por el dulzor que regalan al paladar o por la ilusión de saciedad inmediata que producen. No aportan ingredientes necesarios, no nutren, no alimentan; generan una saciedad placentera y engañosa que desaparece al poco tiempo, dejando tras de sí una ansiedad mayor y la necesidad de una nueva dosis de azúcar.
Igual que estos falsos alimentos funcionan las grandes causas, como una dieta política de placebos morales que ocultan las carencias proporcionando azúcar ideológico. Los ciudadanos, en lugar de pan y trabajo, reciben consignas y pancartas, eslóganes y liturgias que enmascaran el hambre de sentido.
El recurso del placebo es tan viejo como la política, pero ha alcanzado cotas inéditas en las democracias fatigadas del siglo XXI. Allí donde las promesas de bienestar se han agotado, donde la vivienda se vuelve inaccesible, el trabajo digno, imposible, y el futuro un tedioso presente continuo, los gobiernos reparten chucherías emocionales para que la frustración no se transforme en protesta y el descontento en ira.
El ciudadano angustiado recibe la compensación de sentirse ennoblecido por una causa universal. ¿Qué importa que encadene contratos basura o que ignore si mañana será un sintecho, si puede salir a la calle con el corazón henchido a clamar contra los desmanes de un mal lejano, contra la barbarie de un enemigo abstracto, contra la guerra en general, contra el patriarcado o contra el capitalismo? Mediante la alquimia de la política emocional, la impotencia real se transmuta en heroísmo retórico. El individuo alienado siente, al menos por unas horas, que es protagonista de una batalla tan colosal como gloriosa.
Pero toda ficción necesita un mínimo de verosimilitud para no desmoronarse cuando la realidad se manifiesta crudamente. Eso fue precisamente lo que ocurrió el 7 de octubre de 2023, cuando la gran causa palestina, convertida en el alimento simbólico de una izquierda envilecida, recibió la bofetada de los hechos.
«El 7 de octubre de 2023 los palestinos de Gaza revelaron ante el mundo que no eran sólo víctimas, sino también verdugos»
Ese día las idealizadas víctimas, los palestinos de Gaza, revelaron ante el mundo que no eran sólo víctimas, sino también verdugos. El espectáculo de violencia irrestricta, de asesinatos sistemáticos de civiles, de secuestros y violaciones filmadas con un orgullo sádico, era inasequible a la propaganda. Los bebés quemados en sus cunas, los padres asesinados ante sus hijos, las mujeres violadas y mutiladas, los ancianos apaleados con enfermizo disfrute no constituían un hecho aislado, sino un ritual repetido 1.200 veces en apenas horas. Aquel horror no era una opinión discutible: era una evidencia incontestable.
Para quienes habían construido su identidad en torno a la sacralización de la víctima palestina, lo más insoportable no fue la contemplación de aquellas imágenes que ponían los pelos de punta, sino la desintegración instantánea de su queridísimo placebo. El 7 de octubre estalló la burbuja de la superioridad moral de la izquierda, dejando a la vista su mediocridad y mezquindad despojadas de cualquier épica.
Aquel vacío angustioso demandaba una reacción inmediata: había que inventar un horror mayor, un nuevo Holocausto que eclipsara las atrocidades perpetradas por las idealizadas víctimas. Así surgió el relato del genocidio, palabra insuperable como exponente del mal absoluto. La matanza perpetrada por los palestinos, imposible de negar, debía ser relativizada, empequeñecida en un vasto mar de maldad en el que el auténtico verdugo emergiera con nitidez y el viejo esquema de buenos y malos se recompusiera.
Este proceso de sustitución no se limitó a la retórica. Estuvo acompañado de actos con una enorme carga simbólica: el arranque sistemático de las fotografías de los secuestrados que empapelaban los muros de París, Londres, Madrid o Nueva York. Aquellas imágenes de hombres, mujeres y niños que humanizaban a las víctimas atentaban contra la abstracción de los eslóganes. Precisamente por eso eran intolerables. Había que arrancarlas de las calles no sólo para erradicarlas del recuerdo ajeno, sino del propio. Era un gesto de histeria, un intento de resetear la memoria para mantener el autoengaño y salvaguardar la ficción moral.
«A demasiados gobernantes europeos no les interesa sanar la anorexia de lo real, sino mantener la bulimia de las grandes causas»
Si aquellos rostros desaparecían, si eran arrojados a la papelera, entonces la herida en la identidad de las almas bellas sanaría y podrían volver a proclamar, con la frente alta, que estaban en el lado correcto de la Historia. El olvido se imponía como censura, pero, sobre todo, como terapia de grupo. La negación, repetida con cada imagen arrancada, adquiría el carácter de liturgia: un acto de fe necesario para restituir la superioridad moral perdida.
El poder político no ha observado con distancia este proceso, al contrario, lo ha aprovechado; incluso lo ha promovido. A demasiados gobernantes europeos no les interesa sanar la anorexia de lo real, sino mantener la bulimia de las grandes causas. El alimento real exige reformas, enfrentarse a intereses enquistados, asumir costes políticos y desgastes. Proporcionar azúcar moral, por el contrario, sale muy económico, casi gratis. Un puñado de declaraciones solemnes reproducidas mil veces en grandes titulares proporciona a los gobernantes pésimos la aureola de líderes humanitarios.
Aunque la competencia ha sido dura, ningún dirigente ha explotado este mecanismo con tanta devoción y descaro como nuestro inefable presidente, maestro de la huida hacia adelante. Mientras España acumula cifras récord de paro juvenil, con un mercado de vivienda devastado y las más altas instituciones chapotenado en el fango de la corrupción, Pedro Sánchez cree haber encontrado en la causa palestina la coartada perfecta.
Su reconocimiento unilateral del Estado de Palestina, su inflamada retórica en la ONU, su despliegue de la Armada para escoltar una flotilla que no busca hacer justicia sino hurgar en la herida, no mejoran ni un ápice la vida del joven que no puede pagar un alquiler en Madrid o en Barcelona. Pero proporcionan la ilusión de estar protagonizando una gesta moral épica. Sánchez no gobierna: administra azúcar ideológico. No construye futuro: alimenta con bollería industrial a una sociedad ayuna de proteínas.
«La política, la de verdad, no consiste en inventar causas universales, sino en darle peso a lo real»
La política del azúcar genera adicción: siempre se necesita una causa mayor, un enemigo más odioso y perverso, un relato más siniestro y apocalíptico. Pero ninguna dosis ocultará el vacío de fondo: la falta de avances reales que permitan aspirar a una vida digna. El coste de esta dieta no se mide en calorías, sino en degradación política y social. Una ciudadanía alimentada a base de placebos se vuelve incapaz de distinguir lo que es real de lo que es imaginario. Se conformará con proclamaciones huecas y aceptará que la compasión se ejerza de manera selectiva, a conveniencia de la izquierda y de quien ocupa la Moncloa.
La política, la de verdad, no consiste en inventar causas universales, sino en darle peso a lo real. Ese peso que incomoda a los malos gobernantes porque obliga a medir los resultados, a rendir cuentas, a abandonar la retórica de la superioridad moral para someterse al juicio de los hechos. No se trata de abolir los grandes ideales, sino de orientarlos a aquello que alimenta de verdad: vivienda asequible, empleos decentes, instituciones solventes, justicia que no se doblegue ante los abusos del poder.
Así que menos bollería, más reformas. Menos gestos ante las cámaras de la ONU, más justicia para los españoles. Menos escoltas a flotillas simbólicas, más seguridad en casa. La política no es la industria del placebo. Es la áspera tarea de intentar mejorar las cosas. Administrar azúcar ideológico para que la gente viva permanentemente dopada tiene un precio: una sociedad debilitada, condenada a confundir la ficción de la grandeza con la realidad de su miseria.