Rabia contra Israel, rabia contra todo
«Israel siempre ha sido una bestia negra provista de todo lo que provoca rencor: tesón, esfuerzo e inteligencia. ¿Cuándo no odiamos a Israel? No empezó con Gaza»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En Cataluña, de donde soy yo, ahora mismo no se está hablando de independencia. No porque a los creyentes en la causa se les haya pasado la obsesión; sólo que no es trending topic. ¿Estamos en paz, entonces? Pues claro que no. Siempre habrá ganas de pelea contenida. Parece que la rabia sea una fuerza que simplemente se transforma, como se dice de la energía, que ni se crea ni se destruye. Y ahora le toca a Israel. ¿Por qué? Ya sabemos que el supuesto genocidio en Gaza es la maniobra de distracción que le interesa a nuestro Gobierno en este momento, acorralado como está por los casos de corrupción. Pero es sorprendente cómo se ha extendido esa animadversión tan irracional, tan injusta y tan en contra de nuestros intereses en todos los sentidos.
Hemos visto anteriormente cómo aparecían de la nada oleadas de ira parecidas. Una razón importante en el caso de Israel podría ser el famoso «sesgo o heurística de disponibilidad», que es aquello que a una persona o a una sociedad le viene a la mente al evaluar un tema, concepto, método o decisión específica. Es la adaptación de un cerebro que prefiere no gastar neuronas en tiempo y en esfuerzo para llegar a una conclusión cuando hay disponible un chivo expiatorio clásico. E Israel siempre ha sido una bestia negra provista de todo lo que provoca rencor: tesón, esfuerzo e inteligencia. ¿Cuándo no odiamos a Israel? No empezó precisamente con la guerra de Gaza.
Tal vez la idea de que «los envidiosos heredaron la tierra» explicaría en parte el malestar que lleva a apuntarse con fervor a causas que se exageran hasta el delirio. No soy la única en sospechar que los sentimientos de frustración, de incomodidad o de ira son «previos» a la adopción de una creencia. Dicho de otro modo: no todo el mundo indignado por determinada injusticia se apunta vehementemente a la asociación X que lucha contra ella. Para muchos -más de los que creemos- es al revés: están cabreados o frustrados y se les cruza un motivo cañero para vehicularlo. Y allá van.
Todas las generaciones han contado con su bolsa de individuos dispuestos a apoyar causas con pasión. Pero, según nos aseguran psicólogos como Robert Henderson, ahora, mayormente, el malestar se da entre las élites. La inquietud por el futuro ya no es algo exclusivo de los pobres; ahora preocupa a los hijos de quienes fueron ricos o influyentes. En los últimos años, la fuerza más explosiva de la sociedad no es la movilidad ascendente, sino su opuesta.
«Los hijos de las élites también creían que vivirían por lo menos igual que sus padres. Hoy, esa suposición ya no se sostiene»
Nos encantan las historias de personas que pasan de la pobreza a la riqueza. Pensemos en Amancio Ortega, Juan Roig o José Elías, ese señor -dueño de los congelados La Sirena- que se ha hecho tan famoso. O también en esos influencers que, desde Vallecas, se tan tenido que ir a vivir a Andorra por el fisco. Estas historias se reciclan sin cesar porque afirman el hasta hace poco credo de que cada generación puede superar a la anterior. Los hijos de las élites (burgueses, abogados, médicos, artistas o escritores de fama…) también creían que vivirían por lo menos igual que sus padres. Hoy, esa suposición ya no se sostiene. De hecho, cuanto más altos sean los ingresos de los padres, menos probable es que los hijos los igualen.
Por eso la izquierda hoy está «gentrificada», que dice el economista de la conducta Lionel Page, autor de Optimally Irrational. The Good Reasons We Behave the Way We Do. Si se fijan en la «trazabilidad» de muchos políticos de Podemos, la CUP o Comuns verán que muchos no vienen de las clases bajas y obreras precisamente. Y si les hace falta pactar con Bildu, pactan, y si les hace falta tener un punto ciego con el yihadismo de Gaza, lo tienen. En la cúpula no caben todos, y los hijos de la opulencia se movilizan. Y luego ya se verá.