¿Genocidio?
«Independientemente del término que empleemos, en casi ninguna conciencia humana cabe alguna duda de que debe detenerse ese horror»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hasta 1968 España no se adhirió al Convenio para la prevención y la sanción del delito de genocidio que aprobó la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948, si bien su traslación al Derecho interno, mediante la tipificación en el Código Penal, no se produjo hasta 1971 (art. 137bis).
La Convención define el genocidio como aquellos actos que, cometidos en tiempos de guerra o de paz, tuvieran «la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal» (artículo II). En cambio, en el artículo 137bis se hablaba de comportamientos que tuvieran como propósito «… destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, social o religioso» (en 1983 se recuperó la redacción original del Convenio en el Código Penal).
Sin duda las palabras importan: como bien explica el afamado internacionalista Philippe Sands en Calle Londres 38, esta forma de trasladar la caracterización del delito – eliminando la apostilla final «como tal», la mención a la raza e incorporando a los «grupos sociales»- era infiel a los objetivos originales de la Convención pero fue en cambio la que posibilitó la investigación de los crímenes de la dictadura chilena como un presunto caso de genocidio, y que en 1998 el exjuez Baltasar Garzón dictara un Auto de prisión provisional y una orden internacional de busca y captura del exdictador Augusto Pinochet sabedor de que se encontraba en Londres y de que, por tratarse de ese tipo delictivo, tenía jurisdicción universal: por si hubiera alguna duda sobre el vicio de retroactividad que pudiera predicarse de la actuación del exjuez Garzón, dado que los crímenes pinochetistas se habrían cometido en el período que arranca con el golpe de Estado en septiembre de 1973 le sería aplicable la «legislación franquista». Pinochet detenido gracias al ordenamiento jurídico edificado durante el régimen de Franco. Ahí es nada.
Claro que, aprovechando aquel Auto de Garzón de octubre de 1998, la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama presentó ante su mismo juzgado una querella contra Santiago Carrillo por su presunta participación como responsable de ese «genocidio» consistente en el asesinato de miles de inocentes en dicha localidad – y otras cercanas a Madrid- en los meses de octubre a diciembre de 1936. De hecho, no pocos de los asesinados eran religiosos y sobre la inmensa mayoría de ellos, católicos practicantes, se proyectaba una evidente animadversión religiosa por parte de sus victimarios; como se sabe, muchos de ellos habían sido detenidos y encarcelados precisamente por razón de su fe. ¿Quisieron los responsables del gobierno republicano en Madrid «destruir total o parcialmente un grupo religioso»? Ahí lo dejo.
Llovía sobre antiguos charcos: cuando Santiago Carrillo apareció clandestinamente en Madrid a finales de 1976 no faltaron quienes, entre los más cafeteros, reclamaron que se le juzgara por genocidio. «No hay prescripción democrática», escribía Ismael Medina en las páginas de El Alcázar el 29 de diciembre de 1976 defendiendo su encarcelación inmediata. En aquel momento se impuso, en cambio, la tesis de la prescripción para todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939: la que había establecido la legislación franquista mediante Decreto Ley 10/1969 de 1 de abril. El ordenamiento jurídico franquista al rescate de Carrillo. Ahí es nada. La querella de 1998 contra Carrillo fue en todo caso inadmitida a limine por Garzón en un Auto de 16 de diciembre de 1998 en el que no puede evitar señalar el abuso del derecho al plantearla, la mala fe procesal, y, de paso, cuestionar la deontología profesional del abogado que ejercía la representación de la Asociación de Familiares de Víctimas de Paracuellos.
He dicho «las palabras importan», verdad de Perogrullo. Pero debo ser más preciso. No se trata de eliminar o incorporar términos o cláusulas en una frase que cambian todo el significado y las consecuencias jurídicas que en el caso de las normas se siguen; ya saben, la simple ubicación de una coma que transforma la orden «vamos a comer, niños» en una invitación al canibalismo. No: me refiero al deliberado uso de un concepto no por afán de rigor sino como arma de confrontación dialéctica cuando, en el fondo, se está de acuerdo con lo más esencial de aquello que es designado.
¿Qué fue el programa de exterminio deliberado y practicado durante el nazismo de manera científica e industrial y basado en la eugenesia y la «higiene racial» teorizado por los Fischer, Binding, Hoche y otros tantos? Atrocidad, barbarie… Henry Morgentheau, que fue embajador estadounidense ante el imperio otomano, se refirió a los crímenes contra los armenios a manos de los turcos como el mayor de los crímenes conocidos. Sin duda los cometidos por los nazis, tanto por número como por procedimiento y propósito, los superaban con mucho. ¿Cómo denominarlos? ¿Nos sobran las palabras o más bien nos faltan?
Los británicos que liberaron en abril de 1945 el campo de Bergen-Belsen, allí donde poco antes habían muerto las hermanas Anna y Margot Frank, quisieron juzgar a los responsables cuanto antes. Y así lo hicieron a partir de primeros de septiembre de aquel año. ¿La acusación? «Crímenes de guerra». Entre los acusados, condenados y ejecutados figuró el Doctor Fritz Klein, que había actuado allí y antes en Auschwitz, y a quien se atribuye haber afirmado, respecto de la incompatibilidad entre sus deberes profesionales y las atrocidades que había llevado a cabo: «Por supuesto que soy médico y deseo preservar la vida. Y por respeto a la vida humana cercenaría un apéndice gangrenoso de un cuerpo enfermo. Los judíos son el apéndice gangrenoso en el cuerpo de la humanidad». Ahí es nada.
Ese es el tipo de cualificada barbarie que quiso capturar Raphael Lemkin mediante el neologismo «genocidio». La historia del término y del empeño de Lemkin, de cómo finalmente no llegó a ser incluido en la «Carta de Londres» de 1945 (el Estatuto del Tribunal Militar Internacional que juzgó en Nuremberg a los responsables alemanes de la II Guerra Mundial) ha sido narrada de modo cautivador por Sands en su célebre Calle Este-Oeste, un viaje fascinante sobre los orígenes y desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos que lleva a sus protagonistas, los juristas judíos Lemkin y Lauterpacht, y a su autor, desde la hoy conocida como Leópolis, en Ucrania, hasta Viena, París, Londres, Nueva York, Los Angeles… y Madrid. En 1933, como miembro de la delegación polaca, Lemkin iba a comparecer en Madrid en un Congreso de juristas para presentar sus ideas en favor de un derecho penal internacional más efectivo en la protección de las minorías. No llegó a hacerlo, pero sí su trabajo, que circuló entre sus asistentes.
¿Importó, o importa, algo que lo que hicieron los nazis contra los judíos y otros grupos fuera categorizado como «crimen contra la humanidad» – concepto que sí fue incluido en el Estatuto del Tribunal de Nuremberg- y no así, o también, como «genocidio»? ¿Importó en los casos de Ruanda o la Antigua Yugoslavia, los escasos «genocidios» post-1948 juzgados como tales? ¿Importa en definitiva que el Derecho te proteja como individuo o que te proteja por tu pertenencia al grupo del que eres parte? Son preguntas – ha confesado Sands- que le acompañan desde siempre.
Las palabras importan por su fuerza retórica y persuasiva, otra verdad de Perogrullo. Tanto en su uso como en la proscripción de su uso. Muchas personas en España pudieron estar en su día de acuerdo con el reconocimiento de la unión afectiva, a todos los efectos, entre personas del mismo sexo. «Pero que no lo llamen ‘matrimonio’», argüían, algo demasiado caro para sus creencias más íntimas. Muchos judíos también parecen pensar que disponen de la exclusiva en el uso del término «genocidio», pues solo hubo, y solo podrá haber, uno, el suyo, el que afectó a su pueblo (recuerden la campanuda metáfora de Adorno: la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz).
Y hay también quienes, precisamente por esa razón, no han dejado de emplear esa caracterización: para añadir sal a la herida, pues albergan, explícita o implícitamente, un antisemitismo visceral. En la carta fundacional del movimiento Hamas de 1988 (actualizada en 2017) se lee: «Las iniciativas, y las así llamadas soluciones pacíficas consagradas en conferencias internacionales, entran en contradicción con los principios del Movimiento Islámico de Resistencia… No hay otra solución a la cuestión palestina que la Yihad» (artículo 13). Antes en la Carta se ha citado al Profeta: «No llegará el día del juicio hasta que los musulmanes combatan a los judíos (matándolos) cuando los judíos se escondan tras las rocas y los árboles. Los árboles y las rocas dirán: Oh, musulmanes… hay un judío tras de mí, venid y matadle» (artículo 7).
Pero sí, creo que cuando existe el propósito de eliminar, en todo o en parte, a seres humanos por su pertenencia a un grupo – colectivos que podrían definirse no solo por su condición nacional, étnica, racial o religiosa, seguramente también ideológica- hay algo que añade perversión a la maldad, a la barbarie o a la atrocidad que supone, per se, matar deliberadamente, con intención directa, a seres humanos inocentes. También en tiempos de guerra, por mucho que se haya hecho en el pasado. Y se ha hecho mucho. También cuando tocó liberarnos de los nazis y de las potencias del eje. Ahí lo dejo.
¿Es tal el propósito del gobierno israelí en este momento? No ha de resultar imposible demostrar esa intención, aunque no será fácil. Se hace continuamente en cualquier tribunal penal cuando se trata de determinar si se actuó dolosa o negligentemente. Lo hacen continua, aunque frívolamente, nuestras autoridades a propósito del asesinato o violencia contra la pareja o expareja mujer a manos de un hombre al que siempre, por definición, por la gracia de la Santa Madre Iglesia de la Violencia de Género, se le atribuye la intención de matarla o agredirla «por el hecho de ser mujer». Hay quien compara numéricamente las víctimas de violencia de género en España con las del terrorismo deslizando así que son especies de un mismo género. Pensemos más allá: ¿Debería incluirse la condición de ser mujer en la definición de «genocidio» y que la violencia de género sea una de sus instancias? Ahí lo dejo.
En estos mismos días y a raíz del uso del término «genocidio» que reiteradamente hace el presidente del gobierno para «retratar» a la oposición, no pocos de quienes le critican por esa estrategia le atribuyen una intención aviesa; no parecen tener dificultades especiales en considerar que lo que realmente anhela es diseminar una cortina de humo que disipe los escándalos de corrupción que le asolan. Pero no se puede estar en la misa de la imposibilidad en atribuir (genocidas) intenciones a Netanyahu y repicando las campanas de las aviesas intenciones de Sánchez al usar la tragedia de Gaza.
¿El gobierno israelí quiere eliminar a los habitantes de Gaza simplemente por su pertenencia a un grupo «como tal», es decir, por esa única razón, por ser palestinos, musulmanes…? Aquí está la clave de bóveda probatoria a la que, en su día, se tendrá que enfrentar el tribunal internacional – la Corte Internacional de Justicia- que eventualmente juzgue al gobierno de Netanyahu, como bien ha explicado el experto Sands.
Mientras tanto, independientemente del término que empleemos, en casi ninguna conciencia humana medianamente sana e informada cabe alguna duda de que debe detenerse ese horror que supone el sacrificio de miles de vidas inocentes en la franja de Gaza, lo cual incluye, por supuesto, las vidas de quienes aún están secuestrados tras el criminal acto cometido por Hamás, una organización, esta sí, declara y textualmente genocida.
Mientras tanto, si atribuimos a nuestro gobierno la pureza de sus intenciones y la sinceridad de la creencia que exuda el uso del término que, ahora sí, profusamente profieren sus miembros, calibren hasta qué punto se predica y se da el trigo que corresponde. Si en Gaza acontece una Shoah a manos de los herederos de quienes la padecieron durante los años que siguieron al ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, ¿cómo cohonestar la consideración de ser el Estado de Israel responsable de un genocidio con el mantenimiento de relaciones diplomáticas con dicho Estado?
Ahí lo dejo.