The Objective
Gabriela Bustelo

¿Identidad española? Menú de opciones

«Al fin y al cabo, lo de pensar una cosa y hacer la contraria lo llevamos en la programación genética nacional»

Opinión
¿Identidad española? Menú de opciones

Una bandera de España.

Dediquemos unos minutos a la doble moral española, ese artefacto cultural digno de un trampantojo cubista del mejor Picasso. ¿O acaso no se llama identidad española a denunciar a diario el imperialismo yanqui de Donald Trump, a través de las redes sociales estadounidenses, defendiendo las esencias patrias, iPhone en mano, con la nevera atestada de Coca-Cola y buscando en Google lo que se va a hacer por la noche? ¿No llamamos pluralismo democrático al machaque diario de las identidades regionales financiadas con impuestos españoles y que mutan en una «Marca España» comercializable para succionar las multimillonarias subvenciones de la UE? ¿No es doble moral española la defensa frenética de la soberanía palestina, retomando el antisemitismo religioso de los Reyes Católicos, entroncando con el antisemitismo étnico del holocausto hitleriano, hasta el punto de fisión cerebral de usar el palabro judeonazi para insultar al adversario, como hizo Amparo Rubiales hace apenas unos meses con Elías Bendodo? Al fin y al cabo, lo de pensar una cosa y hacer la contraria lo llevamos en la programación genética nacional, lo hicimos durante el medio siglo franquista, nos lo siguen enseñando en casa ―«puertas adentro y puertas afuera»― y lo asimilamos como conducta estándar en la liturgia católica de la confesión, que es un salvoconducto para la doble vida legítima. Por eso nadie se considera hipócrita en España.

Saquemos la lupa sociológica para ver cómo funciona la cosa. Una joven pareja de millenials españoles, repantigados en un sofá de un salón funcional en tonos claros. Lo primero visible son las zapatillas Calvin Klein, marca creada en Nueva York por un judío de origen húngaro. Los dos llevan unos vaqueros descendientes directos de los Levi Strauss americanos. Tras consultar la pantalla de la tele y la pantalla del móvil, deciden quedarse en casa y ahora intentan ponerse de acuerdo en qué serie ver esa noche. Navegan por Netflix, una plataforma cuyo algoritmo y contenidos están profundamente endeudados con las fórmulas narrativas de la tradición audiovisual de Hollywood. ¿Y qué es Hollywood sino el mayor y más exitoso proyecto cultural de la diáspora judía del siglo XX? Desde los pioneros hermanos Warner hasta Louis B. Mayer, pasando por la conversión al judaísmo de la mismísima Marilyn Monroe, hasta nuestra cosmogonía forjada por Billy Wilder, George Cukor, Ernst Lubitsch, Stanley Kubrick, Steven Spielberg, los hermanos Coen, Nora Ephron y Aaron Sorkin. La meca californiana que genera la cultura hegemónica global, el imbatible soft power que envidian Vladímir Putin y Xi Jinping, la inventaron los hijos de Abraham.

Nuestra pareja española consigue elegir por fin una película. Quizá sea una epopeya de un superhéroe de Marvel o DC Comics. ¿Alguno de los dos sabrá que Batman lo inventaron dos artistas judíos, el diseñador Bob Kane (que de hecho se llamaba Kahn) y el escritor Bill Finger? ¿Y sospecharán que Spiderman es una criatura del diseñador judío Stan Lee (cuyo verdadero apellido era Lieber)? La última entrega de Batman se ha pospuesto hasta 2027, así que quizá opten por Superman en Movistar Plus. De todos los dioses del cómic, ninguno más judío que el nacido en Krypton, cuyos «padres» fueron los judíos Joe Shuster y Jerry Siegel. Superman hace un ejercicio diario de ocultación y disfraz, clásico del inmigrante europeo de origen judío en Europa occidental y Estados Unidos durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Clark Kent es un desdoblamiento ―gafas, pelo corto, traje chaqueta, trabajo en una oficina― necesario para ocultar sus poderes sobrenaturales. La característica singular del personaje es que no esconde una segunda naturaleza negativa, como el Dorian Gray de Oscar Wilde y el Doctor Jekyll de Robert Louis Stevenson. Clark Kent es la tapadera bonachona de una personalidad extraordinaria, mejor que la impostada. El héroe debe llevar una «vida normal» para no llamar la atención ni provocar reacciones negativas de una sociedad donde quiere encajar a toda costa. Este era el modus vivendi y la realidad cotidiana de los judíos, esta era la rutina forzosa que conocían los autores de los grandes superhéroes de cómic, procedentes de familias europeas que emigraron a Estados Unidos buscando trabajo y libertad.

¿Decidirá nuestra pareja ver una película del polémico Woody Allen? El cineasta estadounidense es, a sus 89 años, un monumento andante y parlante de una corriente muy específica de la intelectualidad judía urbanita. Sus películas son cartas de amor a Nueva York, impregnadas de las neurosis, la autocrítica irónica y los dilemas filosóficos de la misma cultura que produjo a Groucho Marx. Toda su narrativa es producto de la experiencia judeo-estadounidense. Y, sin embargo, en su propio país, las sospechas de conducta inapropiada en su familia lo han convertido en una especie de paria, una figura demasiado problemática para mantenerla en lo alto del podio cultural hegemónico.

Mientras los estudios estadounidenses abandonaban a Woody Allen en la primera década del siglo, fue España, junto con Francia e Italia, el país europeo que le abrió los brazos y, sobre todo, la cartera. Productoras españolas como Mediapro se convirtieron en los Médicis del artista exiliado, financiando películas como Vicky Cristina Barcelona, Conocerás al hombre de tus sueños, ​​Medianoche en París y El Festival de Rifkin. El público español, que escenifica tanto rigor moral en el ámbito político, demostró una maravillosa amplitud de miras. Acudieron en masa a ver los laberintos románticos de Scarlett Johansson y de Javier Bardem, tramas escritas por el mismo hombre cuya vida personal podían estar criticando oficialmente. 

No faltarán quienes echen de menos aquí la mención de los novelistas y ensayistas judíos que nos han educado culturalmente, desde Franz Kafka, Saul Bellow, Isaac Bashevis Singer, Simone Weil, Elie Wiesel, Irène Némirovsky Primo Levi, Hannah Arendt y Anita Brookner, hasta Arthur Miller, Philip Roth, Paul Auster y Yuval Noah Harari. ¿Los habrá leído nuestra pareja, que ha visto varias La red social ―sobre la creación de Facebook por el tecnócrata judío Mark Zuckerberg― y que pronto verá la secuela que ya prepara Aaron Sorkin? La doble moral española brilla en el contexto cultural con un destello cegador. Lo explica como nadie el veterano editor Enrique Murillo: «España es un país en el que casi nadie lee, pero se lanzan muchas novedades para tapar las devoluciones».

Estos actos de compartimentación ideológica son tan frecuentes en nuestro país, que se normalizan sin problemas. Nadie lo hace mejor que Javier Bardem. Con gesto retador se enfunda en la kufiya palestina, como símbolo de su profundo malestar político, mientras la carrera que le ha convertido en una personalidad mundial ha transcurrido en un Hollywood literalmente inventado y levantado a pulso por empresarios judíos. Sin olvidar su entrada en esa meca de la mano de la productora Miramax, fundada por los productores judíos Harvey y Bob Weinstein. Cuando a Pedro Almodóvar le preguntaban en los ochenta cómo se ganaba un Óscar, contestaba que se podían hacer dos cosas: «Que Weinstein distribuya la película o ir a la iglesia a rezar mucho». Eso sucedió precisamente en 1989 con la película Átame. Lo demás es sobradamente conocido. 

Es un acto de formidable acrobacia cognitiva denunciar a Israel desde los Premios Emmy, indisociables de la industria cultural erigida por inmigrantes judíos europeos, que huyeron de la opresión antisemita de sus propios países para forjar la mitología fundacional de la América moderna. Hay una cierta ironía poética en que toda la plataforma existencial de Bardem —su fama, su riqueza, su megáfono de alcance planetario— sea una herencia directa de los hijos de sastres y carniceros de Hungría, Polonia y Alemania, cuyos nombres ahora adornan los estudios por los que pasa, una realidad que hace que su gesto de solidaridad viral no sea tanto un acto de valiente rebeldía como un producto del lujo por excelencia, éticamente obtenido de la cómoda disonancia que solo las celebridades de primera fila pueden permitirse. 

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