La última noche
«La pena de muerte es odiosa e inhumana, no porque a veces puede aplicarse sin enmienda a un inocente, sino por lo que hace con los culpables»

Protesta en Roma el 24 de septiembre de 1975 contra las condenas a varios miembros del FRAP, entre ellos Xosé Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo. | EFE
De aquella noche me acuerdo bien, como mito siniestro, como amenaza. Fue el 27 de septiembre de 1975, hace exactamente medio siglo, y llevábamos desde hace más de un mes recibiendo noticias a la franquista, es decir truculentas y poco fiables, sobre el proceso de los terroristas acusados de crímenes capitales. Ya se había dictado sentencia y sabíamos que unos cuantos estaban condenados a cadena perpetua (más o menos como el resto de los españoles) y otros a la pena de muerte. Estos eran cinco, tres pertenecían al FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) y dos a ETA Político Militar. Recuerdo ahora la gansada de Pepe Bergamín cuando en nuestros almuerzos de La Carmencita elogiaba a ETA sólo para provocarme: “Ahora sí que me gusta ETA, me decía, porque ya no es política ni militar”.
Hubo manifestaciones y protestas contra las condenas en Ámsterdam y otras capitales europeas. Cinco ejecuciones así, de una tacada, en la relativamente plácida Europa de la segunda mitad del siglo XX, era demasiado. ¡Y otra vez España, disonante como un aullido de lobos en un concierto! Los que no sabíamos nada de nada y creíamos que al final todo se arreglaba (por ejemplo yo, que ya había cumplido los ventiocho años y había pasado una temporadita muy soportable en la cárcel) queríamos creer que se conmutarían las penas capitales. Ejecutar a condenados, fusilar, apiolar con el garrote vil, eso ya no eran cosas de nuestra época. Por favor, eso ya no podía pasar ni en la dictadura de Franco. Seguro que al propio Franco ya no le parecían cosas de nuestra época…
Uno se asomaba a la ventana y veía a los Seat parados en los semáforos y a los guardias de la circulación, con sus uniformes azules y sus cascos blancos, esperando en las encrucijadas a que llegaran los generosos regalos de Navidad. Y las decorosas mamás llevando o trayendo a los niños bulliciosos del cole, y las señoritas encantadoras taconeando y mostrando recatado palmito, porque estamos en septiembre y casi es verano todavía. Pero vamos, ¿cómo puede ser compatible ese mundo sereno y racional con los fusilamientos y el garrote vil? Incluso el Generalísimo (¿habría un tenientísimo?, ¿un sargentísimo?) que se había pasado el verano en la Concha disfrutando del «Azor», precioso nombre para un barco, seguramente consideraba un borrón en la limpia página del presente esas condenas chorreando sangre. Venga, por favor, conmutación de las penas y a otra cosa… Ya no estamos para sombras macabras. Pero la dictadura aún iba en serio, a pesar de su aspiración a integrarse sin mayores sobresaltos en la Europa del desarrollo democrático. A Franco no le quedaban más que un par de meses de vida, pero aún estaba dispuesto a hacerse acompañar de varios sacrificios humanos para que le hiciesen los honores póstumos.
A pesar del tiempo transcurrido, no olvido esa última noche. El póker lúgubre de aquellos nombres que vuelven a clavarse como puñales cada vez que los vuelvo a oír: Jose Humberto Baena, Jose Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Ángel Otaegui Etxeberria y Juan Paredes Manot, Txiki. Y las cinco fotografías mortecinas, lamentables como esas que acompañaban entonces las esquelas en casi todos los diarios de provincias. No eran los fallecidos de ayer, sino los que iban a morir mañana. Giraban en sucesión dramática en mi cabeza como esas pesadillas que nos dejan atascados en un sueño que ya no sabe borrarse. Lo hablé con algunos amigos y todos repetíamos las mismas fórmulas, vacuas pero desgarradoras. Se habló de que algunas figuras de la tímida oposición al régimen, cuyos nombres nos sonaban de las páginas de Cuadernos para el diálogo, iban a encerrarse esa noche en el Museo del Prado (supongo que en la sala de Los fusilamientos de Goya) como una especie de protesta simbólica. A casi todos nos parecía imposible irnos a la cama como si nada, esperar la madrugada y ese mañana, mañana mismo… Por supuesto no sentíamos admiración o solidaridad política con los condenados. Puede que alguno no fuese culpable del delito que le llevaba al patíbulo, pero eso ya era lo de menos.
La pena de muerte es odiosa e inhumana, no porque a veces puede aplicarse sin enmienda a un inocente, sino por lo que hace con los culpables. Extiende la muerte a toda la sociedad, no la concentra en unos pocos. Quienes hoy pretenden rescatar el ejemplo de Otaegui o Txiki para reivindicar los crímenes de ETA entienden la democracia del mimo modo que el propio Franco, como algo que se enciende o se apaga a tiros. Quien es capaz de aplicar la pena de muerte a otros, aunque se escude en los más altos principios, es siempre cómplice de la mayor traición a la humanidad. Ya sabemos que nuestro destino es mortal, pero no nos resignemos a ejecutar o ser ejecutados. Es lo que aprendí aquella última noche de lúgubre vigilia, hace ya medio siglo.