La economía de un riesgo estructural frívolamente atendido
«Cada hectárea de bosque gestionada es una hectárea más resistente al fuego; cada familia que encuentra futuro en el medio rural es un aliado más en la conservación»

Miembros de la UME esperan a que el fuego salga del bosque para intentar pararlo y que no entre en Requeixo, Ourense. | Europa Press
Mientras se escriben estas líneas hay varios incendios en activo, siendo especialmente preocupante el que afecta a Peñalba de la Sierra que ya ha quemado 2.000 hectáreas. Sólo Extremadura ha registrado en la última semana 48 incendios forestales que han quemado 556 hectáreas. Para quienes pensaban que a finales de septiembre ya no hace falta preocuparse por el fuego, aquí va un triste golpe de realidad. Ante la frivolidad, los hechos.
Cada año, los incendios forestales irrumpen en la agenda pública, pero sólo un rato. Tristemente, lo que a menudo se percibe como una emergencia coyuntural es, en realidad, la manifestación de un problema estructural: la gestión ineficaz de nuestros bosques y la infravaloración económica de los servicios que generan. La creciente intensidad de los incendios en la Península Ibérica no responde únicamente a la casualidad o al azar. Se trata de un fenómeno que combina la inexistencia de un modelo forestal racional que deposita toneladas de biomasa que no se aprovecha, despoblación rural, fenómenos climáticos extremos y ausencia de políticas preventivas sostenidas, con costes que afectan de manera directa a la economía del bosque y al bienestar social de una buena parte del territorio nacional.
Fenómenos climatológicos extremos como las olas de calor prolongadas, la sequedad extrema y la mayor variabilidad climática sirven de catalizador para que los grandes incendios sean cada vez más probables si hay el combustible suficiente para arder. La ausencia de un mercado integrado de productos y subproductos del bosque, la despoblación de las áreas rurales y el abandono del territorio propician la acumulación sin control de la biomasa que posteriormente se quema.
Las prácticas tradicionales de limpieza, pastoreo o aprovechamiento de la biomasa, que durante siglos actuaron como reguladores naturales de los montes, han desaparecido en no pocos lugares del territorio. Lo que antes era un recurso económico —madera, pastos, energía de biomasa— hoy se convierte en combustible acumulado a la espera de un chispazo. La urbanización desordenada en zonas de interfaz entre monte y ciudad añade un componente de vulnerabilidad: infraestructuras en riesgo, costes de protección civil y vidas humanas amenazadas.
El resultado es una paradoja económica. El coste de los incendios no se limita a las hectáreas calcinadas: implica infraestructuras destruidas, emisiones de gases de efecto invernadero, pérdida de biodiversidad, daños a la salud por contaminación atmosférica, ayudas públicas para cubrir los daños y un efecto depresivo sobre el valor de las propiedades forestales. Estudios recientes en Estados Unidos estiman que el riesgo de incendio ha reducido el valor de los bosques en hasta un 10%, una cifra que equivaldría a más de 11.000 millones de dólares en pérdidas. Aunque los datos provienen de otro contexto geográfico, son extrapolables en cuanto a la lógica económica: el riesgo se descuenta en los precios de mercado y en las decisiones de inversión.
«Es necesario hacer visible a la ciudadanía y a la clase política la necesidad de colocar la política forestal como prioridad»
En las últimas semanas, diferentes expertos han insistido en que la prevención necesita incorporar criterios de valoración económica. Es necesario hacer visible a la ciudadanía y a la clase política la necesidad de colocar la política forestal como prioridad por el retorno en seguridad, estabilidad del territorio y reducción de daños futuros que conlleva. Sin embargo, esa lógica rara vez permea las decisiones políticas, más orientadas a la reacción que a la anticipación.
La ciencia y la tecnología ofrecen hoy instrumentos inéditos para revertir esta tendencia. Modelos predictivos de incendios, sensores remotos, drones y grandes bases de datos permiten integrar variables climáticas, topográficas y de actividad humana en mapas de riesgo que podrían guiar políticas mucho más efectivas. No obstante, la tecnología por sí sola no es suficiente: requiere marcos normativos flexibles, coordinación entre administraciones y una implicación real de propietarios y comunidades locales a los que se les debe respetar su derecho a la propiedad privada, a llegar a acuerdos de libre conveniencia para las partes sujetos a marcos ancestrales como el Derecho consuetudinario.
La economía del bosque debe dejar de ser un apéndice y convertirse en el eje central de las políticas forestales. Convertir los restos vegetales en biomasa energética, fomentar cadenas de valor en la madera, promover la ganadería extensiva como herramienta de limpieza natural del monte, cambiar completamente la fiscalidad patrimonial adaptándola a los largos ciclos de producción y explotación del monte o abrir un mercado real de créditos de carbono forestal para que los propietarios titulicen su capacidad de sumidero vendiéndola en el mercado son medidas que, bien diseñadas, generan incentivos directos para que los propietarios gestionen sus terrenos y reduzcan el riesgo de incendio. El problema no es la ausencia de propuestas, sino la lentitud en implementarlas y la persistencia de trabas burocráticas que disuaden a los actores privados de implicarse.
Otro eje imprescindible es la revitalización rural. Sin personas que vivan en el territorio, ningún plan forestal puede sostenerse. Garantizar conectividad digital, servicios básicos, incentivos fiscales para actividades económicas ligadas al monte o proyectos de turismo rural de calidad son vías para fijar población y, con ella, recuperar la gestión activa. Cada hectárea de bosque gestionada es una hectárea más resistente al fuego; cada familia que encuentra futuro en el medio rural es un aliado más en la conservación.
«La prevención resulta siempre más barata que la extinción»
En este sentido, la prevención resulta siempre más barata que la extinción. La inversión en mosaicos forestales menos combustibles, en quemas controladas o en infraestructuras de captación de agua reducen el riesgo de manera efectiva. España necesita un pacto nacional por la gestión forestal que trascienda colores políticos y plazos electorales. Los incendios no esperan, y cada temporada perdida se traduce en mayores riesgos y costes futuros.
La gestión activa del bosque, combinada con instrumentos de valoración económica y políticas de desarrollo rural, no es un lujo ambiental: es una necesidad urgente de seguridad, economía y salud pública. Un bosque abandonado es una amenaza latente. Un bosque gestionado es empleo, vida y futuro. La elección es nuestra, y el tiempo se agota. Mi homenaje y apoyo a gente como el amigo asturiano Jerónimo, inasequible al desaliento.