The Objective
Cristina Casabón

El experimento de las duchas mixtas

«El progresismo contemporáneo, siempre obsesionado con la sexualidad, pretende así moldear la intimidad, corregir la esfera corporal de los más jóvenes»

Opinión
El experimento de las duchas mixtas

Niños a la entrada de un campamento.

Durante un tiempo, Europa, cuna de la civilización, se esforzó en preservar una frontera mínima entre lo íntimo y lo público. Esa frontera, tan frágil como necesaria, permitía a un niño o a un adolescente crecer protegido, desarrollar su identidad sin la presión constante de la mirada ajena. Hoy, en nombre de la igualdad, esa frontera se dinamita con entusiasmo: ahora hay campamentos donde se promueve que los adolescentes sean obligados a ducharse juntos, expuestos unos a otros, vigilados por monitores.

La asociación del campamento defiende esta pedagogía con un léxico casi clínico: las duchas mixtas servirían para «deconstruir la sexualización». Pero más que tranquilizar, esa explicación suena a fantasía de un laboratorio, un regreso a lo que Foucault describía como el despliegue moderno del poder: el cuerpo convertido en territorio de experimentación. El progresismo contemporáneo, siempre obsesionado con la sexualidad, pretende así moldear la intimidad, corregir la esfera corporal de los más jóvenes. 

No es extraño que algunas madres denuncien la humillación que vivieron sus hijas en aquel campamento. Porque la desnudez impuesta nunca libera: es degradante. Los cuerpos adolescentes nunca serán neutros, son y deben ser siempre espacios propios, protegidos, sagrados.

Lo terrible, sin embargo, no es tanto el delirio en sí como la complacencia social que lo tolera. No hay supervisión institucional, no hay Estado, no hay una autoridad que defienda el interés de los menores. Este vacío lo ocupan asociaciones privadas que se blindan tras palabras talismán —euskera, feminismo, deconstrucción — que funcionan como salvoconductos morales. Todo queda justificado, todo queda permitido, siempre que se pronuncien las consignas. 

La historia es de sobra conocida: no se trata de emancipar al adolescente sino de reprogramarlo. La palabra mágica hoy es «deconstrucción». Y la deconstrucción, aplicada a un adolescente, equivale a un proceso de pérdida de su ingenuidad, al borrado de su personalidad y a veces también de su género. 

Al margen de esto, haríamos bien en recordar que el pudor, la mesa, el bidé o el dormitorio fueron en Europa instituciones civilizadoras. Esa frontera entre lo íntimo y lo público era el tejido invisible de Europa. Hoy, en nombre de la igualdad, se dinamita todo rasgo civilizado con una frivolidad pasmosa.

He aquí el último experimento de una ideología que, incapaz de creer en nada, desposeída de referentes morales, se entretiene jugando con conceptos y deconstruyendo toda la herencia de las generaciones venideras. Hay instituciones educativas que ya no quieren formar ciudadanos, sino cuerpos dóciles, «desexualizados», despojados de personalidad. 

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