Salvar Israel
«A lo mejor ha llegado el momento de mirar a los ojos a la sociedad israelí y decirles con contundencia que ese no es el camino»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante estas últimas semanas y a medida que avanzaba y se intensificaba el genocidio del gobierno Netanyahu sobre la población palestina, he asumido como misión vital, y les aseguro que me estoy esforzando, describir a mis amigos y conocidos el Israel que yo conocí hace poco más de quince años durante los meses en los que participé en un proyecto tecnológico hispano-israelí.
Un Israel en el que cuando abrías las ventanillas del taxi al salir del aeropuerto Ben-Gurion olía a Jara, a tomillo y a romero. Olía a Extremadura, a mediterráneo, a Valencia y a Barcelona.
Un Israel en el que en cuando te bajabas del taxi y tocabas la arena de la playa, justo debajo del Hilton de Tel Aviv estabas en Marsella, o en Nápoles o en el Pireo.
Un Israel en el que cenar pescado a la brasa en cualquier restaurante con vista al antiguo puerto de Jaffa te hacía sentir que no habías salido de casa, que el aire, las estrellas e incluso la conversación era la misma que en Madrid, en París o en Roma.
Por supuesto que Israel estaba también en guerra en ese momento contra la barbarie terrorista de Hamás y tenía sobre su cabeza la espada de Damocles del Irán teocrático, pero ese Israel, a pesar de todas sus dificultades, representaba en aquel momento toda la belleza y la libertad que Europa y Occidente podían oponer con su ejemplo a la oscuridad medieval de unas leyes escritas hace dosmil años por una tribu de pastores de cabras.
Sé que Israel debe defenderse y además comprendo que debe ser feroz en ese empeño frente a fuerzas para las cuales su mera existencia es un recuerdo de sus fracasos como sociedades, pero incluso en ese esfuerzo hay líneas que no deben ser cruzadas.
Tras dos mil años de masacres y de genocidios de los que ninguna de las tres comunidades (o mejor, religiones) que habitan aquel trozo de desierto son inocentes, a lo mejor ha llegado el momento de mirar a los ojos a la sociedad israelí y decirles con contundencia que ese no es el camino y que la única forma de salvar Israel, aquel Israel que sé que existió porque yo lo toqué, es exigirles a sus gobernantes (que no a su pueblo) las responsabilidades que exigiríamos a cualquier otro gobierno genocida del mundo. Las que ya hemos exigido e impuesto como comunidad internacional en Ruanda o la Antigua Yugoslavia. Las que no les quepa duda que impondremos más tarde o más temprano a Vladímir Putin.
Y les aseguro que con cada niño palestino que muere de hambre o por efecto de una bomba se hace más necesario salvar a Israel, a aquel Israel que era la luz más brillante del próximo oriente. Un país al que todos considerábamos hermano.