Biden trajo la guerra y Trump la paz
«No hay cosa que les retuerza más a los guerracivilistas de plantilla, globalistas de pupitre y activistas de nómina que alguien ose quitarles la exclusiva de la paz»

Ilustración de Alejandra Svriz
Hay frases que escuecen como salfumán en las orejas de los biempensantes. Una de ellas es esta: Biden trajo la guerra y Trump la paz. Sí, respire hondo, si es usted lector sanchista, que le va a dar un vahído de sobremesa. Lo mismo que se contaba en las barberías de pueblo cuando alguien se atrevía a decir que Franco había hecho pantanos. Pues bien, la evidencia es tozuda como una mula soriana. Con Biden se multiplicaron los incendios, y con Trump, por feo que suene, el fuego está más controlado.
No hay cosa que les retuerza más entre rincones —a los guerracivilistas de plantilla, globalistas de pupitre y activistas en nómina— que alguien ose quitarles la exclusiva de la paz. Se creen los notarios de la convivencia mundial, los guardianes de la ramita de olivo. Pero cada vez que pontifican, aparece un conflicto nuevo en el mapa, como esas goteras que brotan en el techo justo después de jurar que la reforma estaba terminada.
Los papanatas del multilateralismo de salón siempre repiten la misma cantinela, que lo importante es el consenso, las alianzas, la ONU como madre nutricia de todas las concordias. Pero a la primera de cambio lo rompen como un vaso de Duralex en una cocina de los años 70. ¿Verdad que sí, Pedro? Cuando te tocó decir que no ibas a respaldar el 5% del presupuesto en defensa, pese a haberlo firmado con el resto de la OTAN. Ahí estabas tú, campeón del multilateralismo, rompiendo la baraja en la primera mano. Multilateralismo para los demás, unilateralismo para uno mismo. El socialismo de toda la vida. La solidaridad, un plato siempre servido en la mesa de enfrente.
A la izquierda le interesa la Agenda 2030 como a un golfo le interesa el casino. No por la nobleza del juego, sino por la ficha gratuita. El control de los organismos oficiales es la única reserva que les queda para seguir chupando del bote. Porque las urnas, ingratas como el casero que echa al inquilino moroso, lo único que hacen es despacharlos cada dos por tres.
Y si hablamos de organismos internacionales, darle las llaves de la ONU a António Guterres fue como confiarle al zorro el gallinero. Socialista de salón, millonario de champán francés, transformó la sede neoyorquina en un spa de lujo donde se repite el mantra de que la paz llega con decir «paz» tres veces frente al espejo. El problema es que mientras Guterres meditaba, los talibanes volvían a Kabul y Putin calentaba motores en Ucrania.
La lista de desastres con sello progresista parece un inventario de catástrofes. Afganistán, evacuado como un piso okupa a medianoche. La Primavera Árabe, que de florida tuvo lo que un cardo borriquero. El incendio de Siria, que todavía humea. La invasión rusa en Ucrania y la anexión anterior de Crimea, alentada por la debilidad del Washington de Obama y luego Biden. El pánico inoculado a los europeos de que Rusia nos quiere aniquilar mañana mismo. El legado Obama-Biden se parece a esas obras municipales que acaban en socavón y atasco eterno.
«Apareció Trump, el ogro naranja, con un plan de paz bajo el brazo. Y de repente, hasta Pedro se volvió trumpista de guardia. Sí, Pedro, el mismo que se llenaba la boca contra la ola ultraderechista mundial».
Y aquí en España, el mismo libreto. Pedro Sánchez, abonado al guerracivilismo de saldo, gobierna a base de inyectar odio con jeringuilla. Es el vendedor ambulante del rencor, el que te cobra dos veces por el mismo resentimiento. Mitad de España contra la otra mitad, como si el país fuese un campo de fútbol y él el árbitro comprado.
Pero hete aquí que apareció Trump, el ogro naranja, con un plan de paz bajo el brazo. Y de repente, hasta Pedro se volvió trumpista de guardia. Sí, Pedro, el mismo que se llenaba la boca contra la ola ultraderechista mundial. El mismo que dijo «nunca» tantas veces como ha dicho «sí, bwana» después. Ahí lo tienen, aplaudiendo la propuesta estadounidense como Netanyahu, con gesto de niño aplicado que llega tarde al colegio pero levanta la mano para decir que trae los deberes hechos.
Porque donde Pedro dijo que no habría indulto, hubo indulto. Donde Pedro dijo que no habría diálogo, hubo diálogo con Bildu. Donde Pedro juró que no había espacio para la corrupción, sus amigos del Peugeot se repartieron el botín. Ahora lo mismo, pero con Palestina. ¿Alguien se pensaba que iba a renegar toda la vida de lo que saliera de la boca de Trump o Netanyahu?
La paradoja es sensacional. Los progresistas del mundo entero, que llevan años pintando a Trump como un Nerón con peluquín, tienen ahora que tragarse el sapo de que es él quien pone sobre la mesa un plan de paz en Oriente Medio. Algo que ni Biden, ni Borrell, ni ningún líder socialdemócrata logró. Especialistas solamente en reventar vueltas ciclistas, discriminar a judíos y llamar «facha» a todo el que no se pliegue al catecismo del sanchismo. Y claro, lo que más duele en la izquierda no es que el adversario se equivoque, sino que acierte.
La historia se resume en una frase: Biden dejó guerras como tomates maduros en agosto, mientras Trump pone paz como huevos frescos de corral. Uno fue el carnicero de la geopolítica, el otro, al menos, el tendero que ordena el género. Ni bajo su primer mandato ni bajo éste, Rusia entró en Ucrania, los talibanes recuperaron Kabul o los ayatolás durmieron tranquilos.
Al final, la paz es como una tortilla de patata. Todos la defienden, pero pocos saben hacerla. Y Trump ha logrado servir una en la mesa internacional. Biden, en cambio, solo dejó la sartén sucia y la cocina oliendo a humo. Y Sánchez, bueno, Pedro se zampa la tortilla de otros y encima te cobra el pan, mientras sermonea que freír patatas acelera la emergencia climática.