La izquierda adicta
«El adicto al narcótico político del populismo vive pendiente de las inconfesables maniobras necesarias para conseguir la próxima dosis de votos cautivos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Se llama «narcodictaduras» a los regímenes políticos que se han constituido a partir de unos cárteles de droga que, por una parte, asesinan sin piedad a sus competidores y, por otra, supuestamente «benefician» generosamente a sus pueblos fundando guarderías, colegios, equipos de fútbol y residencias de ancianos (para blanquear sus capitales), e incluso contribuyen al pago de la deuda pública a cambio de que la policía no perturbe sus actividades. Cuando son verdaderamente fuertes, es fácil que esos cárteles sustituyan al Estado o que el Estado mismo los suplante, de lo que tenemos un amplio abanico de ejemplos que van desde Venezuela hasta Corea del Norte, con el resultado global de la destrucción del patrimonio, el enriquecimiento de la camarilla dictatorial y el colapso de la sociedad civil.
Allí donde queda algún resto merecedor del nombre de «Estado» (aunque generalmente con menor implantación y menos recursos que los cárteles), si el poder político emprende una lucha decidida contra las mafias de la droga, esta lucha será percibida por la parte (muy numerosa) de la población que depende de su cultivo como una amenaza a su bienestar, cuando no como un atentado contra la economía del país, especialmente allí donde —como el semanario Die Zeit dijo una vez a propósito de Latinoamérica— la cocaína es la materia prima de la región que más cara se vende en el mercado internacional, debido a su elevada demanda por parte de los países desarrollados, demanda que España lidera en el seno de la UE.
Al ser este último dato muy llamativo, podríamos perder de vista que no es sólo ese alcaloide lo que nuestro país —el único de Europa cuyo Gobierno está en la órbita del Grupo de Puebla— importa de algunos Estados drogodependientes. Muchos de ellos fabrican, como complemento discursivo indispensable para hacer creíbles sus increíbles regímenes, un estupefaciente alucinógeno de carácter propiamente político, pero más dañino neuronalmente que los derivados de la hoja de coca, que en España no solamente está legalizado, sino que su consumo está recomendado y su cultivo financiado por el Gobierno.
Sus distribuidores ibéricos no venden eso que un ministro —el mismo que ha dado un nuevo sentido a la expresión «irse de puente» para los viajes en tren— llamaría «sustancias» (aunque los suyos son muy aficionados al lenocinio con raya blanca); tampoco cortan cabezas, pero señalan a sus rivales como enemigos del pueblo y ofrecen «protección» a su clientela, al estilo de la Cosa Nostra, en forma de medidas legislativas extraordinarias que encubren subvenciones, prebendas, sobornos, privilegios, control sectario de las instituciones públicas y privadas y mucha miseria material y moral. Y a quienes, en nombre de un Estado debilitado por esas políticas, se niegan a comulgar con la dosis consuetudinaria de demagogia, se les acusa de atentar contra los derechos de los desfavorecidos y de ensuciar la imagen de un país en el que el populismo es ya la principal mercancía exportable, aunque sea a precio de saldo.
El adicto a este narcótico político, como todos los adictos, vive únicamente pendiente de las inconfesables maniobras necesarias para conseguir la próxima dosis de votos cautivos (manipulación de primarias, encuentros secretos en aeropuertos, adaptación del Código Penal a las exigencias de los delincuentes, indultos, Ley de Memoria Democrática…), sin la cual no podría mantenerse en el Gobierno, y se engaña a sí mismo y engaña al público enarbolando la ilusión de que ese autoengaño será el último («una más y lo dejo»).
«Intenta vender como un ejemplo de ‘normalización democrática’ lo que es más bien la normalización de la delincuencia»
Pero, como también sucede en toda adicción, el hábito aumenta la tolerancia, abrevia la duración de los efectos tranquilizantes y obliga a elevar la frecuencia para combatir el síndrome de abstinencia, por lo que el adicto tiene que recurrir a maniobras aún más inconfesables (reuniones en Waterloo, Ley de amnistía, condonación de la deuda, cesión de las Cercanías y delegación del control de fronteras, exención de menores migrantes, descuartizamiento de la Agencia Tributaria, desvirtuación de la carrera judicial…) y justificaciones cada vez más increíbles, como la que intenta vender como un ejemplo de «normalización democrática» la reverencia del representante del Estado español en Cataluña ante un delincuente prófugo reclamado por ese Estado y enemigo confeso del mismo; lo que es más bien la normalización de la delincuencia. Pero éstas son justificaciones que los engañados sólo aceptarán si ellos mismos son adictos.
Así hemos llegado al punto en el que cada nueva toma es para el adicto más y más peligrosa, porque podría ser la última, la letal, la sobredosis a la que no sobrevivirá políticamente. Pero, como para el que está «enganchado» no hay peor mal que el ser privado de su próxima dosis (en este caso, su próxima dosis de poder), no sólo acepta gustoso el desafío, sino que aprovecha la adversidad (covid, Filomena, Volcán de La Palma, conflicto Israel-Hamás, guerra arancelaria, aumento del gasto militar europeo), cuando no alimenta él mismo su gravedad, para forzar la necesidad de un nuevo estado de emergencia (climática, eléctrica, forestal, social, nacionalista, internacional, etc.) que justifique el enésimo chute para derrotar al monstruo causante de todas esas desgracias (más conocido como «la ultraderecha») y para retrasar un poco más la llegada de lo que más teme, a saber, la alternancia política que comportará, en el mejor de los casos, su entrada en un centro de rehabilitación.
Incluso sus aparentes horas de normalidad, que duran sólo lo que los efímeros efectos de su euforia —un día faro del progresismo mundial, al siguiente furgón de cola de la UE—, se sostienen sobre una cadena de anomalías, irregularidades y desvaríos (desnaturalización del Tribunal Constitucional y la Fiscalía General, tramas de corrupción, tráfico de influencias y desviación de poder…) cuyos efectos se vuelven progresivamente más difíciles de disimular hasta en el rostro más pétreo.
Se dirá que también hay un populismo «de derechas», lo que es cierto en sentido trivial pero merece ser matizado. La distinción entre derecha e izquierda sólo es posible en sociedades políticamente libres, pero es impracticable allí donde no hay pluralismo. Por eso, a pesar de lo extendida que está esta estrafalaria idea, es grotesco pensar que Fidel Castro, Pol Pot, Xi Jinping o Kim Jong-Un son de izquierdas, más o menos como Willy Brandt, o que Jomeini, Putin o los talibanes afganos son de derechas, más o menos como Churchill.
«El Gobierno tiene una gran inclinación a decidir qué debemos pensar, leer o mirar y hasta con qué humoristas debemos reírnos»
Esta confusión deriva del hecho de que, igual que la droga química, la ideológica es inmune a esas diferencias. Ésta última no da lugar directamente a narcoestados, pero sus adictos, aunque no sean aún comparables a Putin o a Nicolás Maduro, tampoco son ya equiparables a Churchill ni a Willy Brandt. Pensemos que, en los años dorados del socialismo democrático español, Javier Solana comenzó su trayectoria académica como profesor de Física del estado sólido; pero hoy día esta disciplina se denomina «Física de la materia condensada», es decir, que comprende también el estado líquido. Lo que se compadece bien, entre nosotros, con el paso de la socialdemocracia del estado sólido al líquido, que algunos identifican, más simplemente, con su liquidación.
También nuestro país lidera, por cierto, la tasa de desempleo, conforme al eslogan de la ministra de Trabajo («trabajar menos para vivir mejor»), que muestra hasta qué punto está perdida la idea de que trabajar pueda servir para vivir o incluso para prosperar, ya que «vivir mejor» es algo para lo que ya no podemos contar con nuestro empleo, y que sólo podemos esperar de la generosidad del Gobierno (siempre que sea «de izquierdas»), que tiene una gran inclinación a decidir por los demás cuál es el sentido que hemos de darle a nuestra vida, a quién debemos amar y cómo, qué debemos pensar, leer o mirar —y qué no—, a qué equipos debemos vitorear y hasta con qué humoristas debemos reírnos.
Yo siento compasión por quienes arruinan su salud y destruyen sus relaciones gastándose en droga todo el dinero que consiguen, hasta caer en la miseria. Pero, qué quieren ustedes, cuando el dinero que se gastan en drogarse demagógicamente a sí mismos y estimular a sus feligreses es el de todos, y la salud pública que deterioran es la de todo el país, es otra cosa lo que siento.