The Objective
Guadalupe Sánchez

Cancélame si puedes

«No hace falta cárcel ni censura oficial: basta con el escarnio para que la gente se discipline sola. Y lo peor es la tentación de acostumbrarse. Aceptar que es normal»

Opinión
Cancélame si puedes

Ilustración de Alejandra Svriz.

Última hora: Guadalupe Sánchez es abogada. Lo han descubierto en exclusiva los mismos genios que ayer revelaron que el fuego quema y que el agua moja. No se vayan, que viene otra noticia: también hago la compra en el Mercadona, conduzco un diésel y no reciclo. Paren las rotativas. Escándalo nacional.

El protocolo del linchamiento oficial está tan sobado que ya aburre: un portal afín al gobierno publica su «bomba informativa» con apariencia de exclusiva mundial, veinte más lo fusilan cambiando una coma para disimular, y al final la tele pública lo convierte en debate nacional en una mesa de tertulianos que no distinguen un auto judicial del que conduce la Guardia Civil. 

La parte más cómica es la solemnidad con la que fabrican la película. Con cara grave, te cuentan que fulano y mengano comparten abogada como si hubieran descubierto la logia masónica del siglo XXI. En su guion yo soy la pieza que une todos los puntos, la arquitecta de la conspiración. Ojalá fuera tan emocionante, pero la realidad es menos épica: soy una simple abogada que hace su trabajo. 

Pero claro, no hay amarillismo sin épica, así que me presentan como una especie de villana con toga de película de Marvel: «la Abogadísima». Un apodo que, lejos de humillarme u ofenderme, ha funcionado como campaña de marketing gratuita: más eficaz que cualquier anuncio en prime time y sin coste de producción. 

Bromas aparte, lo cierto es que lo que hay detrás de este circo que han montado en torno a mí no es inocente. Que nadie crea que el objetivo soy sólo yo, porque lo que verdaderamente persiguen es que triunfe el miedo. Que cada abogado, cada juez, cada periodista aprenda la lección: si no estás alineado, te exponemos, te ridiculizamos y te ponemos en la picota. Y algo han conseguido: no pocos, incluso con poder e influencia, me han expresado su apoyo… Pero en privado. En público bajan la cabeza. Esa es la prueba de que la intimidación todavía funciona.

Quienes participan de estas campañas jamás quisieron informar, siempre han buscado disciplinar. Señalar a un abogado –a cualquiera– por ejercer su oficio no es periodismo, es una forma de coacción sutil mucho más eficaz que la física. Soy plenamente consciente de lo que verdaderamente persiguen: que mis clientes actuales se incomoden y se pregunten si hicieron bien en contratarme o que los potenciales duden antes de encomendarme un caso. Buscan que mi ejercicio profesional tenga un coste personal, que yo pague la factura reputacional por atreverme a defender a quienes ellos, desde sus subvencionados púlpitos, señalan como incómodos o indeseables. Y, por supuesto, intentan que me amedrente.

«No aceptemos la mordaza ni juguemos a la discreción por miedo: riámonos cuando podamos, porque el humor desarma al farsante y vacía de poder al linchador»

Un truco tan viejo como efectivo: meter miedo para que el siguiente se lo piense dos veces. Que la opinión libre se criminalice, que la discrepancia se castigue como traición, que el silencio acabe siendo la opción más cómoda. No hace falta cárcel ni censura oficial: basta con el escarnio para que la gente se discipline sola. Y lo peor es la tentación de acostumbrarse. De aceptar que esto es normal, que forma parte del paisaje. Es entonces cuando la democracia empieza a morir: no de un golpe, sino por la suma de las miles de cobardías diarias.

Por eso hay que decirlo con todas las letras: no se claudica. No se pide perdón por ejercer un derecho fundamental. No se acepta que la abogacía –ni ninguna profesión libre– se arrodille ante la consigna política. Hoy me señalan a mí, mañana a cualquiera que ose incomodar. Y cuando ya no quede nadie dispuesto a plantarse, será demasiado tarde: no sólo habrán doblegado a un abogado, a un juez o un periodista aislado, sino el pluralismo político, que es la columna vertebral de la democracia.

No aceptemos la mordaza ni juguemos a la discreción por miedo: riámonos cuando podamos, porque el humor desarma al farsante y vacía de poder al linchador. Pero cuando la burla ya no baste, respondamos con la ley en la mano y la verdad en la boca.

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