Contra poetas
«Ser poeta debe de ser peligrosísimo, en la exaltación de la inspiración te vienes arriba, y pasa lo que pasa. De lo sublime a lo ridículo hay sólo un paso»

El poeta Jorge Luis Borges. | El Comercio (Zuma Press)
Es sabido que a Borges le fastidió que le dieran el Premio Cervantes ex aequo con Gerardo Diego. Cuando llegó, ya ciego, a Madrid a recibirlo, el poeta santanderino se acercó a saludarlo diciéndole: «Borges, Borges, soy yo, soy Gerardo Diego». Y Borges en tono irritado respondió: «¿Pero vos sos Gerardo, o sos Diego?»
Malas pulgas bonaerenses. Parece que se conocían de los años veinte, cuando Borges estuvo en España, y desde entonces no tragaba a Gerardo Diego. O quizá quería castigarle por sus desafortunados versos. De los cuales el poema más famoso es Al ciprés de Silos, donde extático dice «Enhiesto surtidor de sombra y sueño/ que al cielo acongojas con tu lanza,/ chorro que a la estrellas casi alcanza…»
Lo cual suena bonito, suena de maravilla (por eso lo metieron en mi libro de lectura escolar, lo incrustaron allí), pero si te paras a pensarlo, y a leerlo en su literalidad, pues… ¡cómo va a «acongojar» un árbol al cielo! ¡Y ese «chorro» de freudianas sugestiones espermáticas, cómo va a alcanzar las estrellas!
¡Y es el poema más logrado, o esa fama tiene, de Gerardo Diego! No nos extraña que le tuviera manía Borges. Los poetas son muy suyos. Juan Ramón se paró a leer una composición de Neruda dedicada a García Lorca, y retuvo la respiración cuando leyó los primeros versos, que dicen: «Si pudiera llorar de miedo en una casa sola/ si pudiera sacarme los ojos y comérmelos». Que ya son ganas de hacer cosas raras y hasta me atrevería a decir que insensatas.
Cuando Juan Ramón llegó a: «Por ti pintan de azul los hospitales…», se le acabó la paciencia. ¡Cómo que pintan los hospitales por Federico, y por qué de azul precisamente, qué chorradas son estas!
«Borges se lo pensó y dijo: ‘Caramba, Estela, tenés razón…’ El sonetazo de Lugones sonaba bien, pero no era veraz»
Neruda las prodigaba. Es lo que tiene ser poeta. Debe de ser peligrosísimo, en la exaltación de la inspiración te vienes arriba, y pasa lo que pasa. Se está muy expuesto. De lo sublime a lo ridículo hay sólo un paso. Estela Canto cuenta en su desagradablemente indiscreto libro que Borges solía recitar con mucho gusto un poema de Lugones que empieza: «Al promediar la tarde de aquel día,/ cuando iba mi habitual adiós a darte/ fue una leve tristeza de dejarte/ lo que me hizo saber que te quería». Borges lo recitaba con delectación, con frecuencia, hasta que Canto, harta ya, le hizo observar que el descubrimiento del amor no se manifiesta mediante una «leve tristeza» crepuscular, sino con entusiasmo, con alegría de amanecer vital. Borges se lo pensó y dijo: «Caramba, Estela, tenés razón…». El sonetazo de Lugones sonaba bien, pero no era veraz.
Mira que me gustaba Insomnio de Dámaso Alonso en Hijos de la ira, con sus «azucenas letales de tus noches», etcétera, recordarás por lo menos el celebérrimo primer verso: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)». Está muy bien así con esas prosaicas estadísticas, que ambientan muy bien el poema. Este es todo un arrebato de angustia muy convincente hasta que llega aquello de «y paso largas horas fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla».
Hombre, cada vez que he intentado volver a Dámaso me ha salido al paso la gran vaca amarilla. Y su ubre. Supongo que algo tiene que ver esta imagen con la luz de la luna, la luna sería la vaca amarilla, y la luz la leche caliente… ¡Naaa, muy desafortunado, no lo veo, no lo veo!
Borges decía, con mucho sentido, que hay que juzgar a los poetas no por sus peores versos sino por los mejores. Pero en privado se ensañaba con los ripios y las cursilerías de sus colegas. Lo cual es legítimo, desde luego. Ahora bien, en público también lo hacía a veces, como en su soneto a Gracián, al que imagina en el trasmundo dedicado, como lo estuvo en vida, a «retruécanos, emblemas, laboriosas naderías».
El conceptista había escrito un poema donde dice que «…después de que en el celeste anfiteatro/ la gran multitud de astros lucientes,/ gallinas de los campos celestiales…»
Borges lo detectó, y se dijo: «Ah, no, por aquí no paso». Y lo destrozó a Gracián con un soneto demoledor, donde le reprocha que «A las claras estrellas orientales/ que palidecen en la vasta aurora/ apodó, con palabra pecadora,/ gallinas de los campos celestiales».
Qué mala baba. La estocada es demoledora, inapelable, porque en efecto la metáfora de Gracián es de vuelo gallináceo.
Ahora bien, aplicándole a Borges su propia exigencia, quizá se sentiría embarazado. Por ejemplo, ¿recuerda aquel soneto tan conmovedor que empieza «He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer, no he sido/ feliz…»? Hasta aquí, muy bien, pero todo seguido: «Que los glaciares del olvido/ me arrastren y me pierdan, despiadados». Hombre, esos glaciares irrumpen extrañamente, ¿no? ¿Glaciares del olvido? ¿De dónde salen? De manera que vemos al poeta como resbalando por el hielo de esos glaciares, que son muy «despiadados», especie de Buster Keaton en una película del cine mudo…
«Borges es relativamente pródigo en ripios, pero no molestan porque los refiere con un tono apagado»
Borges es relativamente pródigo en ripios, pero no molestan porque los refiere con un tono apagado, con suave acento argentino, no en recio castellano peninsular, y a veces con humor, como cuando rima «golem» con «Scholem» y con «numen» y con «volumen»…
Límites es ciertamente uno de sus mayores logros, y él mismo lo tenía por tal. Pero ni ahí deja de adormecerse Homero. Recuerda la última preciosa cuarteta: «Creo en el alba oír un atareado/ rumor de multitudes que se alejan./ Son los que me han querido y olvidado;/ espacio y tiempo y Borges ya me dejan». Esto es estupendo, esto es perfecto. Y también lo parecía la estrofa anterior –en la que recuerda los años de su adolescencia que pasó en Suiza, con su familia, y refiere que está todo perdido–: «¿Y el incesante Ródano, y el lago,/ todo ese ayer ante el que hoy me inclino?/ Tan perdido estará como Cartago/ que con fuego y con sal borró el latino».
Aquí la metáfora nos hace imaginar a un extraño «el latino» –por «los romanos» pero necesitaba una rima con «inclino», claro– con un borrador de fieltro, como ante una pizarra. Está malogrado esto, lástima, el maldito latino «canta» como una tarántula en un plato de nata.