The Objective
José Carlos Llop

Visiones

«No recuerdo que leyéramos a Françoise Sagan, Carmen Martín Gaite, Natalia Ginzburg, Ana María Matute o Chacel más que por el hecho de ser escritoras»

Opinión
Visiones

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hace 30 años, una novela inundó casas, bibliotecas, hoteles, playas, parques y jardines. Era una novela escrita por una mujer y esa mujer era hindú, de la parte del Estado de Kerala, tan hermoso como políticamente comunista. Su título: El dios de las pequeñas cosas y su autora Arundhati Roy, a quien desde entonces no hemos olvidado. Nadie que leyera su novela, quiero decir, y fuimos muchísimos. La ilustración de la cubierta era la misma en todos los países donde se publicó –que fueron casi todos– y eso hizo que detectáramos el gran éxito comercial que tuvo: se veía, insisto, en casas, playas, hoteles y jardines y con su título en tantas lenguas como las que surgieron de la maldición bíblica de Babel. La novela empezó su exitosa vida ganando el Booker y aquí la publicó Anagrama. Su segunda novela no tuvo ni de lejos el eco de la primera.

Ahora, Arundhati Roy, después de años dedicada a la arquitectura, el pacifismo y la contestación contra la energía nuclear, acaba de publicar otra novela-memorial, o memoria novelada, en la que trata la relación con su madre, cristiana de religión sirio-ortodoxa, y a quien se la dedicó, precisamente. El libro se titula Mi refugio, mi tormenta (Alfaguara) y Roy lo escribió tras la muerte de ella.

Coincidiendo con este lanzamiento editorial, el Museo de Viena ha organizado una exposición de la pintora Michaelina Wautier y como la mayoría de grandes muestras monográficas ha despertado la curiosidad por el personaje, más siendo mujer. Su cuadro El triunfo de Baco es espléndido según se observa en reproducciones y si tuviéramos que describirlo –quedándonos, por supuesto, cortos– hablaríamos de cielos Tiepolo y de rostros Caravaggio y, poniéndonos académicamente cursis –o muy decimonónicos, como quieran–, de la perfecta composición del lienzo y el equilibrio de sus figuras. Y ustedes disculpen esta forma de ripio sin rima.

Pero detrás de todo eso destaca el hecho de ser mujer. Como lo fueron Artemisia Gentileschi y Sofonisba Anguissola en su momento. Las tres comparten, además, el siglo XVII como tiempo de su arte, pero es su feminidad lo que se subraya. Como si el hecho de ser mujer las hiciera mejores artistas y fuera la causa de su desconocimiento hasta ahora. De lo primero no sé qué decir, de lo segundo me pregunto si esa causa no pudo ser la contemporaneidad con pintores inmensos como Caravaggio o Rubens o Vermeer o Rembrandt y tantos otros. Pero no recuerdo que nada de eso se hiciera nunca, por ejemplo, en el caso de Arundhati Roy, ni de otras escritoras.

«No recuerdo que en mi juventud estuvieran ocultas Maruja Mallo, Rosa Chacel o María Zambrano: todo lo contrario»

Como no se hacía, ni hace, en el caso de las mujeres músicas –piensen en el pop-rock y en el folk– o intérpretes clásicas (sí que lo hemos visto con las directoras de orquesta: apenas hay). En cambio, estamos cansados de ver como reivindicaciones impulsivas vulgarizan el papel de una artista hasta llevarla a ser una efigie en una camiseta, como la del Che Guevara (véase el ejemplo de Frida Kahlo: los martirologios deforman la realidad). Con lo que su arte pasa a un plano más secundario que el que tenía antes de convertirse en un símbolo de cariz warholiano pasado por la tintorería ideológica.

No recuerdo tampoco que en mi juventud estuvieran ocultas Maruja Mallo, Rosa Chacel o María Zambrano: todo lo contrario. Como no recuerdo que leyéramos a Françoise Sagan, Carmen Martín Gaite, Natalia Ginzburg –que nos llegó por ser amiga de Pavese–, Ana María Matute o Zambrano y Chacel más que por el hecho de ser escritoras, y su obra, buena literatura. Como la de Iris Murdoch o Alice Munro, y ahora la de Jhumpa Lahiri o Zadie Smith y todas las que no citamos, porque esto se convertiría en una guía telefónica.

Por eso mismo es un alivio lo de Arundhati Roy –nada de darle vueltas a su condición femenina, ni a su condición asiática, ni al color de su piel…– y suena a cantinela habitual lo de la supuesta ocultación de Michaelina Wautier, sin pensar en el lujo de poder vivir como vivió –aristócrata, de familia poderosa, etc…– y dedicarse a lo que se dedicó. Tan bien, por cierto, que pese a ser de segunda fila, El triunfo de Baco nos parece de primera.

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