The Objective
Jorge Freire

La infancia como exilio

«A Rilke lo llamaron ‘el buen europeo’, pero antes de ser europeo fue este niño raro, convertido por su madre en muñeca y luego en soldadito por su padre»

Opinión
La infancia como exilio

Alejandra Svriz

¿Es la infancia, como reza la frase más sobada de Rilke, la única patria del hombre? La pregunta resuena con mayor fuerza estos días en que celebramos, sin mucho boato, el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento. El tópico se repite sin que nadie repare en la paradoja cruel: la frase no se aplica a su autor.

Contamos con una foto de 1877, cuando Rilke apenas contaba dos años. El niño, que parece niña, lleva un vestidito perfectamente almidonado. De no fijarse bien, podría uno tomarlo por muñeca de porcelana. Las medias blancas le ciñen las piernas, impidiéndole escapar de la ensoñación materna y cortándole la circulación. En contraste con esa blancura reluciente, los zapatos negros, refulgentes, bien lustrados. 

Lo mejor es el peinado. Una cascada larguísima que le llega a los hombros, un flequillo recto como un tapiz que cuelga de las paredes de un castillo. Con todo, lo más sorprendente es la postura. La mano apoyada casualmente en una suerte de pedestal romano, la pierna ligeramente cruzada… Es como si hubiera aceptado estoicamente su destino. 

Hay otra foto algo posterior, fechada en 1879, cuando René ya había cumplido cuatro. Ha trocado los encajes por las botas militares. También se ha cortado la melena y ahora, apoyado cómodamente en un cojín, luce el pelo corto: un peinado a tazón bastante feo y más masculino que se aviene con su vestimenta. Lleva chaqueta oscura con botones metálicos, brillantes, en línea recta. Con sus botas de cuero brillantes, que le suben hasta las rodillas, pisa el suelo con fuerza. 

«Creyó encontrar en Rusia un espejismo de patria, aunque luego entendió que la taiga lo había deslumbrado, y se dejó tentar por la tierra del Greco, pero Toledo no estuvo a la altura del mito»

Nacido en Praga en 1875, a Rilke lo llamaron «el buen europeo». Pero antes de ser europeo fue este niño raro, convertido por su madre en muñeca (o más bien disfrazado de Sophie, la hermanita que murió a la semana de nacer) y luego en soldadito por su padre, que proyectaban en él sus delirios. ¿Infancia como patria? Más bien, teatrillo grotesco de máscaras prestadas. 

Rilke no tuvo patria propia, ni siquiera en la infancia, y ese vacío se convirtió en la grieta sacra por donde penetra lo numinoso. De la niña deseada por su madre al cadete que su padre quiso ser. De René a Rainer Maria, de bardo a anacoreta, creyó encontrar en Rusia un espejismo de patria, aunque luego entendió que la taiga lo había deslumbrado, y se dejó tentar por la tierra del Greco, pero Toledo no estuvo a la altura del mito. El «buen europeo» fue, ante todo, un huérfano continental.

En su ciento cincuenta aniversario, Rilke no solo comparece como el mayor poeta del siglo pasado, sino como un curioso personaje que supo lo que es vivir ante una verja cerrada. Tiene gracia que precisamente él, nacido viejo, nos enseñara que la única patria es la infancia.

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