The Objective
Andreu Jaume

Fuga de un viaje

«Uno de los fenómenos más sintomáticos de nuestro tiempo es la progresiva virtualización de la percepción de la realidad, cada vez más aséptica y plastificada»

Opinión
Fuga de un viaje

Ilustración de Alejandra Svriz.

La consolidación del turismo como fuente de riqueza y ocio vacacional trajo consigo la progresiva desaparición del viaje, entendido como el raro y peligroso periplo por una terra incognita a cuyo regreso, el viajero, como observó Benjamín, se convertía en el narrador de su experiencia lejana, transmitida de boca en boca hasta perderse en el anonimato de la sabiduría común. La modernidad, a través de la escritura, la novela burguesa y la lectura solitaria, fue orillando la narración oral hasta extinguirla. Nuestra experiencia se volvió así cada vez más pobre, sustituida por el consumo compulsivo de noticias, la vivencia ajena por antonomasia. Hoy podemos volar en pocas horas al otro extremo del mundo para ver un decorado, visitar templos de deidades remotas, fotografiarnos ante platos exóticos y regresar felizmente intoxicados. Hay determinadas ciudades, incluso, como Venecia o Nueva York, que ya han perdido su aura y parecen, nada más llegar, postales de Instagram. Uno de los fenómenos más sintomáticos de nuestro tiempo es la progresiva virtualización de la percepción de la realidad, cada vez más aséptica y plastificada, inodora. 

Emprender, por ello, un largo viaje por tierras cercanas y desconocidas, como hemos hecho este mes de septiembre, se ha convertido en el justo ersatz del viejo peregrinaje por tierras incógnitas. Como observó Ortega, hay una raíz indoeuropea que relaciona la empeiría griega con la experientia latina, la erfahrung alemana o el fare inglés (el desusado fare-thee-well que desea al despedido un camino incierto, pero feliz), a su vez relacionados con el periculum, el peligro, Gefahr, ensayo, prueba, paso o póros, portus, porta; todo remite a la idea de viaje, de un andar sin caminos que es la vida, buscando los pasos, «pensando con los pies», decía el filósofo en broma. 

Para los que hemos practicado a lo largo de nuestra juventud el turismo más tópico y adocenado, creyéndonos cosmopolitas, España era más bien un país secundario; sobre todo si uno se había educado en la lógica tan poderosa como limitada del eje conformado por Madrid y Barcelona, con sus tediosos antagonismos, su falsa sofisticación, sus precios ahora prohibitivos y sus exclusiones espurias. Salir de ese ámbito es ya en sí un ejercicio higiénico que sitúa nuestras actuales miserias políticas en su justo lugar. Contemplar, al principio del viaje –en compañía de Ana y Carlos, nuestros prodigiosos guías–, el río Águeda, con su puente romano desde el jardín del parador de Ciudad Rodrigo, el castillo reconstruido por Enrique II de Trastámara –la única dinastía propiamente hispánica, luego emparentada con los shakesperianos Lancaster–, da una idea distinta del presente y descarta la actualidad, ese vertedero. Cerca está Portugal y por delante se extienden las dehesas del Campo Charro. Ciudad Rodrigo, arrancada del dominio portugués por el primer Trastámara, es un lugar limítrofe, amurallado, recóndito. En los alrededores se encuentran abundantes vestigios del Paleolítico: restos megalíticos e indicios de otras culturas prerromanas, como el verraco de granito, de origen vetón, antepasado del cerdo ibérico, que parece salido de esa piedra. Basta desviarse unas pocas millas de las rutas habituales para que el hondón del tiempo se abra con vértigo.

Como dijo mejor que nadie Julián Marías, para hacer España «inteligible», hay que salir de las rutinas historiográficas impuestas por la tradición europea y desistir de la comparación viciosa con Francia o Alemania. España se entiende mejor si se evidencia su carácter «transeuropeo», como un país que en realidad no tiene propiedad, expandido en América y disuelto culturalmente más allá de sus costas, aunque al mismo tiempo nunca haya perdido su condición de nación fronteriza, a la defensiva, en perpetua alerta por la amenaza de sus fronteras. De ahí que la desunión sea nuestra verdadera unidad. Y eso es algo que aún percibe el viajante interior. Según observó Cees Nooteboom –en El desvío a Santiago, magnífica recomendación de Carlos–, Italia, para el visitante, es el cuerno de la abundancia, en cambio, en España siempre hay que esforzarse, recorrer distancias y conquistar. El carácter algo monacal del paisaje español parece aún una herencia del espíritu anacoreta de Carlos I y Felipe II. 

Y no hay mejor región para tomar conciencia de ello que Extremadura, cuya fértil austeridad bebe tanto de la luz atlántica de Portugal como del severo aire castellano, el rigor de la tierra leonesa o la llama en adoración perpetua de Andalucía. Para visitar Yuste, hacemos noche en un pequeñísimo pueblo llamado Garganta de la Olla. Al llegar no parece gran cosa, pero el primer paseo vespertino nos descubre de pronto un lugar, en sentido cervantino, del siglo XVI intacto. Casas de adobe tumbadas unas sobre otras, balcones volados, puertas y ventanas que aún conservan la baja estatura de sus antiguos habitantes, troncos a manera de soportales en algunas entradas. Solo habíamos visto algo parecido en Inglaterra, en los pueblos que aún preservan la arquitectura Tudor. Huele a pobreza y la antigua miseria aún palpita. En la plaza principal hay una fuente esquelética que reza la misma letanía que escucharemos en todas las plazas de la región. Cerca, pintado de morado, está aún el lupanar de la guardia de Carlos I, que prohibió la presencia de mujeres en un perímetro de doscientos metros de su retiro, para evitar las tentaciones que le habían obligado a pecar tras su viudez y que quiso expiar en su preparatio ad mortem.

Yuste sorprende por la modernidad de su confortable diseño: un apartamento modesto y cómodo para un emperador cansado que tuvo la suerte de no vivir más de un año allí. En su dormitorio mandó abrir una esquina que diera directamente al altar de la iglesia, para poder escuchar misa desde la cama, como si la oyera en la radio. En el parque circundante, con su alberca que ya parece una piscina, hay una ermita en ruinas «a dos tiros de ballesta» bajo castaños que protegían al rey del calor en sus cortos paseos. El monasterio estaba entonces regido por los jerónimos, la orden de la Contrarreforma, hoy casi desaparecida. Las órdenes religiosas, dice Nooteboom, se extinguen como las especies ornitológicas. Y el espectro de esos pájaros de plumaje blanco y marrón nos acompañará a lo largo de todo el viaje. Su consagración a la vida contemplativa, la lectura de la Biblia, la liturgia de las canónicas y las labores del huerto pertenecen a esa hora detenida del quinientos, cuando España daba la vuelta al mundo sin moverse. San Jerónimo, patrón de los traductores, se nos aparecerá constantemente con su clásica iconografía –el león y la calavera– y la fe inamovible en la Vulgata, único subtítulo posible de aquel Dios enfrentado a Babel.

Será en Guadalupe, pueblo que parece surgido de alguna cordillera andina, donde se nos haga más evidente la impronta de los jerónimos, que allí han sido sustituidos por los franciscanos. El monasterio parece una fortificación y custodia a la Virgen, cuya epifanía se ha replicado en todo el orbe hispánico, de México a Filipinas. En el camarín, un franciscano jovial nos la muestra, accionando un mecanismo que le da la vuelta, una escena que podría ser un cruce de David Lynch y Fellini. La pequeña talla, de tez oscura, surge en su gruta de oro como una vieja enana india amortajada. La Hispaniarum Regina tiene nombre árabe, Guadalupe, wādī al-lubb, río oculto. No deja de sorprendernos y admirarnos los extrañísimos vericuetos que la fe ha recorrido a lo largo de los tiempos. De aquí partió Colón con la bendición de los Reyes Católicos y Guadalupe fue la primera virgen que quiso advocar al avistar unas Indias que no existían. Lo mismo hizo Hernán Cortés en el cerro del Tepeyac. Como decía Chesterton, los hechos están sobrevalorados, pronto se olvidan. En cambio, hay ficciones que ya han cumplido más de tres mil años.

En la capilla y en la sacristía, vemos los cuadros que Zurbarán pintó para el monasterio y que siguen desde entonces in situ, como el impresionante Las tentaciones de San Jerónimo, con esa luz que no existe en la naturaleza y esa figuración de la llamada del diablo en forma de mujeres con laúd, tan inocente que parece una representación perfecta de la virtud. Nadie mejor que María Zambrano ha descrito el blanco de Zurbarán, esa «blancura en estado naciente», aparecida «entre las tinieblas y los pardos colores de la pobreza», un blanco que es también «sombra del Cordero, ilimitada palabra que se derrama y hunde, blanca sangre del sacrificio, nitidez de la llama del fracaso, balido, llanto, aliento que se infunde».

En la sala que reúne las pinturas cedidas al monasterio por familias devotas, entre Grecos y más Zurbaranes, miniaturas maravillosas, con monjes de postal, destaca –de pronto, como un fogonazo– un pequeño cuadro de Goya: Confesión en la prisión. Con Goya siempre ocurre lo mismo, cada vez que descubrimos un cuadro suyo tenemos la sensación de que ha seguido pintando a nuestras espaldas, aún por delante de nosotros, trabajando sin descanso en su taller. Aquí, en primer plano, se ve a un reo de pie y de frente, con una especie de camisa de fuerza –el blanco frenopático, reverso del bautismal de Zurbarán–, con los pies engrilletados. Justo detrás, perpendicular, hay otro reo tumbado, esposado de pies y manos. Y al lado, una figura que parece un sacerdote recibe la confesión de otro reo arrodillado. La tensión dramática creada por Goya en tan solo unos pocos trazos es prodigiosa. Uno casi puede palpar la falta de tiempo que atormenta a aquellos pobres condenados. En tan solo un minuto, hemos sido despojados violentamente de la plenitud del XVI. Y el viaje no ha hecho más que empezar.

Continuará…

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