La lengua de todos
«El español es una lengua muy difícil de vencer porque sus peores adversarios se encuentran más cómodos manejándola que usando la que reivindican como propia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Uno de los problemas más graves y recurrentes que tiene España desde que inició su actual trayecto democrático es el del alcance y competencia de su lengua oficial: el español o castellano. Empecemos por esta ambivalencia. Cuando estoy en mi país digo castellano para dejar claro que la lengua catalana, vasca o gallega también son lenguas españolas. Se puede ser español en cualquiera de ellas, aunque los separatistas y los integristas crean que se cambia de nacionalidad cuando no se utiliza el castellano. Es la primera de las estupideces, o, si queremos ser más benévolos, de los equívocos que se suscitan en torno a nuestro idioma. Por supuesto, cuando estoy en Hispanoamérica o en cualquier otro país foráneo digo con la cabeza bien alta que hablo en español porque es el nombre internacional de nuestra lengua y el más expresivo de su raigambre cultural. De modo que los españoles somos ciudadanos de una patria con varias lenguas, aunque no todas del mismo rango porque solo una es oficial y obligatoria para todos. Precisamente aquí empiezan nuestras dificultades.
Dificultades, me apresuro a decirlo, no de comprensión entre unos hablantes y otros, sino de tolerancia política. A diferencia del francés, establecido como lengua oficial por una decisión gubernativa tras la Revolución, o del toscano florentino que llamamos italiano porque como tal ha sido elegido entre tantas otras lenguas peninsulares, el castellano fue, desde sus comienzos, una lengua de compromiso y entendimiento. Sirvió como lengua franca para que se comprendieran los que hablaban idiomas impermeables entre ellos. Lejos de ser una imposición imperial sobre quienes tenían ya una lengua natural, fue un recurso para entender a los vecinos y ampliar el ámbito del comercio y la cultura. El castellano o español funcionó al principio casi como esos traductores automáticos que hoy son aplicaciones preciadas en nuestros móviles. Cuando Humboldt visitó el País Vasco a comienzos del siglo XIX se interesó mucho en el euskera, una lengua cuyo carácter único le pareció fascinante, pero le auguró mal futuro. En efecto, el euskera se fragmentaba en innumerables dialectos, de modo que sus hablantes no eran capaces de entenderse con los del valle vecino, a pesar de que estos también lo hablaban. Cuando los vascongados de todo el país se reunían en asamblea para discutir algún asunto de interés común, debían entenderse hablando en castellano, que era la lengua que mejor comprendían todos. De aquí el erudito alemán sacaba la conclusión de que el euskera iría desapareciendo poco a poco, no porque fuera prohibido o perseguido, sino porque el castellano resultaba más útil para que sus hablantes se comunicaran entre sí. La invención del batúa en el siglo XX (una especie de koiné) vino a intentar remediar ese defecto que había deplorado Humboldt.
Los conflictos que conlleva el español en su uso corriente en España no se debe a ningún problema de comprensión sino, más bien, a todo lo contrario: es una herramienta de comunicación tan potente que los más denodados separatistas catalanes, vascos y gallegos, cuando se reúnen entre ellos para conspirar contra su opresor deben hablar en castellano para urdir sus planes subversivos. ¡Hasta para luchar contra España es imprescindible el español! Una lengua muy difícil de vencer porque sus peores adversarios se encuentran más cómodos manejándola que usando la que reivindican como propia. La convivencia entre el idioma de todos los españoles (y de los millones de hispanohablantes americanos) y las lenguas regionales que se hablan en diversas zonas de nuestro país no debería despertar ningún tipo de enfrentamiento. En cualquier puerto distinguido conviven sin ultraje los trasatlánticos y portaviones con los vapores de pesca o los veleros deportivos. Cada uno tiene su función… Salvo si por la fuerza se los quiere ver a todos como si fuesen navíos de guerra. Para quien desea trocear el país democrático, desgajar una parte y convertirla en una realidad política independiente, la lengua común sobra: cuanto más distinta e infranqueable sea la lengua minoritaria, mejor porque más apoyará el bulo de la secesión necesaria. En un país como España en que los ciudadanos de todas las latitudes se parecen contundentemente en costumbres, religión y supersticiones, diseño físico, etc. desgajarse de la lengua que todos entienden y optar por una que sólo dominan unos cuantos, aunque sea mal, es el fundamento de la reclamación separatista. Maldita sea…
«Tenemos que divorciarnos porque no nos entendemos»… Y para eso hay que arrinconar por todos los medios la herramienta lingüística que nos condena a entendernos perfectamente con aquellos a quienes por razones de mitología política queremos ver como indescifrables. Triste divorcio y, además, esencialmente erróneo. Basado en una incomprensión forzada que espera mejorar la convivencia cívica haciéndola artificialmente imposible. En la Constitución se plantean los derechos y deberes de las diversas lenguas, pero sin entrar en detalles que luego se ha visto que no se podían dejar a la buena voluntad de los ciudadanos, como la cuota mínima de castellano que debe existir en los centros educativos o el idioma en que tiene que dirigirse la administración a los contribuyentes. Quien desee conocer en detalle cuál es la procedencia y rango cultural y político de la lengua española en nuestra convivencia, así como en la cohesión social de España, debe consultar un libro lúcido y minucioso: El español, lengua común (Ed. Sekotia) de Jesús Rull. Ahí están todas las respuestas a las dudas que un ciudadano se plantea o puede plantearse respecto a los casos de bilingüismo en nuestro país. Todas no, porque falta una y quizá la más importante: ¿Qué fuerza legal estamos dispuestos a utilizar en los casos en que las administraciones regionales no quieran reconocer los derechos constitucionales de la lengua castellana en la educación, la administración pública, el comercio, la adjudicación de puestos laborales, etc.? Porque quienes cometen delitos contra el uso debido del castellano nunca los reconocerán como tales hasta que se les castigue por ellos sin dejar lugar a dudas ni contemplaciones.