El precariado
«España se ha quedado atrapada en un socialismo asistencial que envejece sin esperanza. Entre la subvención y la queja, entre el hastío y la hipoteca»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La opinión pública no ha reaccionado con la docilidad esperada ante la llegada masiva de inmigrantes. Muchos se rebelan contra esa voluntad de «rehacer España» con desprecio de los propios españoles. El ritmo de llegadas ha tenido que frenar –empezando por Cataluña– por pura supervivencia política. Pero que nadie se engañe: la precariedad no viene de fuera de nuestras fronteras.
Basta moverse hacia esa España del subsidio, la España que madruga y no llega a fin de mes, para notar que algo se ha roto. La pobreza ya no es solo material, es estética, moral, espiritual. Hay una España autóctona que vive en la miseria, una España que va al súper y no compra –porque no puede– la cesta básica. Hay inseguridad laboral, ansiedad fija. La clase media fue un mito del tardofranquismo y hoy solo quedan supervivientes.
Y, sin embargo, parece que todos los males llegan por culpa de la inmigración. No, hijos, la precariedad no llega solo en patera. Llega en nómina. España se ha quedado atrapada en un socialismo asistencial que envejece sin esperanza. Entre la subvención y la queja, entre el hastío y la hipoteca. La educación se ha vuelto trámite, la cultura entretenimiento y el gusto aspiracional, ese que nos empujaba a ser mejores, no más iguales, se perdió por culpa de la televisión de ahora.
Cada vez hay más gente buscando en los contenedores y más familias viviendo hacinadas. En un piso de ochenta metros conviven tres generaciones y nadie lo llama tragedia. Y mientras tanto, la izquierda barrial levanta banderas de Palestina como camaleón en fiesta del lujo ajena. La fiesta del lujo es la de la gauche divine, que vive como vieja aristocracia, en su nube ideológica. Activistas convertidos en aristócratas del gesto hoy viven de representar el dolor del mundo. Son actores de la moral ajena que hacen performances. Y mientras tanto, sus votantes arrastran siete años de políticas socialistas, leyes educativas logsianas, telebasura y olvido del buen gusto.
Lo más alarmante no es la pobreza económica, sino la de pensamiento. Una nación puede ser pobre y seguir soñando. Esta España, en cambio, parece resignada, porque ha confundido la igualdad con la mediocridad. Llama «progreso» a la subvención y «solidaridad» al tercermundismo y robo de los impuestos.
Y este país de gusto aspiracional en el que todos crecimos no volverá por decreto. Ninguna ley ni bandera (ni la patriota ni la palestina) devolverá lo que dejamos morir en casa. Antes de hablar de fronteras o de Palestina, convendría mirar hacia adentro. Atender al precariado español: esa mayoría cansada, descreída, que ya sobrevive sin horizonte.
Porque el problema real es palpable, pero pocos se acercan a mencionarlo. El problema es el poder adquisitivo de las otroras clases medias. Y que de tanto ir para atrás, España corre el riesgo de ser pobre.