Somos nuestra memoria, pero no la de Hamás
«Llevamos dos años de blanqueamiento del antisemitismo en nombre de la ‘causa palestina’: una causa que sus dirigentes definen como la eliminación de Israel»

Combatientes de Hamás.
«Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos», escribió Jorge Luis Borges. No podía imaginar las miradas de los habitantes de los pueblos y kibutz del sur de Israel aquel 7 de octubre de 2023: miradas llenas de pavor y horror; miradas que reflejan, como en una película, el odio industrioso de sus asesinos. Ese día, Hamás decidió que, antes de permitir un posible acuerdo entre Israel y Arabia Saudí, había que interponer la barbarie: la muerte, la violación, las mutilaciones y, sobre todo, los secuestros. No solo los de quienes fueron arrastrados a Gaza —y recibidos allí con festejos tan miopes como fugaces—, sino el secuestro de Israel entero, arrastrado a una guerra que el culto genocida palestino prometía perpetua: incluso los propios palestinos fueron convertidos en carne de cañón propagandístico.
Dos años después, parece imponerse la narrativa de quienes desataron aquella masacre. O quizá es que una parte significativa de la sociedad occidental se rindió: la que más hace ruido, la que simula consenso y convierte el silencio ajeno en un sucedáneo de moral. Izquierdas seducidas por el islamismo, redacciones infiltradas por activistas o intereses afines a esa danza que terminará en tragedia, y una miríada de organizaciones que se venden al mejor postor o a las modas ideológicas de turno; porque, lo que se oculta detrás de esta infame fanfarria es un golpe que estaban asestando a sí mismos, contra sus sociedades: han colaborado en corroer la columna democrática de Occidente y en legitimar el horror como política aceptable.
Estos dos años también han servido para comprobar que buena parte de los medios de comunicación dejaron de ser informativos. Actúan, en el mejor de los casos, como agencias de relaciones públicas, spin doctors al servicio de quien pague sus deudas o compre espacio publicitario. Paradójicamente, cuanto más se profesionalizó el periodismo en las universidades, más degeneró en activismo y afán de notoriedad. Una «estupidez con titulación».
Después de todo, ya advertía Jean-François Revel, que la ideología es «un mecanismo de defensa contra la información; un pretexto para sustraerse a la moral haciendo el mal o aprobándolo con buena conciencia, y un medio para prescindir del criterio de la experiencia». Demasiadas redacciones se han convertido en santuarios de esa debilidad y de fomento de la mediocridad.
Llevamos dos años de blanqueamiento del antisemitismo en nombre de la llamada «causa palestina»: una causa que sus promotores occidentales presentan como la «lucha» por la creación de un Estado, pero que sus propios dirigentes definen abiertamente como la eliminación de Israel. Es la normalización de un prejuicio antiguo, ahora bajo ropajes islamistas. Al punto de asemejarse al guion de un sketch de los Monty Python; pero trágicamente, se trata de la realidad. Toda esa «cobertura» sobre Israel no es más que la repetición goebbeliana —ganar mentes y corazones con mentiras y emociones— del viejo libelo: presentar al Estado judío como el paradigma del mal, el obstáculo al progreso y a la comunión de los pueblos.
«Han sido dos años en que estos medios han dañado al periodismo más de lo que lo habría logrado un totalitarismo de los de antes»
Fueron demasiados los medios, ONG e incluso gobiernos que siguieron al pie de la letra este manual evidente de propaganda. Y no solo lo siguieron, sino que lo hicieron casi de manera coreografiada. Todos a la vez para difundir la mentira sobre el hospital Al-Ahli —que sirvió para borrar de la ecuación a Hamás y restaurar el victimismo palestino—; todos al unísono para repetir las acusaciones de «crímenes de guerra» o de «inseguridad alimentaria». Todos a una para borrar la responsabilidad palestina, catarí e iraní. Todos a una para respaldar una «causa» siniestra que, aunque no quieran creerlo, también los mira a ellos de reojo, con el afán de quien no tiene nunca suficiente lugar para estirarse.
Han sido dos años en que estos medios han dañado al periodismo más de lo que lo habría logrado un totalitarismo de los de antes. Youtubers, influencers y opinólogos de astucia rala han ocupado el lugar de quienes se creyeron próceres de sí mismos, de la moral y de una profesión a la que no aportaron más que lastre y vergüenza. Son los mismos que culpan al público de la desconfianza que ellos mismos se han ganado, tras décadas de masticar la glucosa de la ideología y del beneficio inmediato.
Dos años después, siguen ahí las vidas rotas por la intransigencia palestina y el antisemitismo islamista. Siguen ahí las miradas quebradas en los kibutz, en el campo donde se realizaba un festival de música, en quienes recuerdan que el 7 de octubre de 2023 una parte del liderazgo palestino volvió a decir «no» a un Estado propio. Porque la paz, la normalización progresiva de relaciones con Israel, podía desembocar finalmente en un Estado palestino responsable (subráyese ese término) de su propio futuro. Y desde entonces, buena parte de los medios occidentales ha seguido a Hamás en ese descenso al sótano de la historia, donde el muftí de Jerusalén sigue dándole la mano a Hitler y la Cruz Roja continúa diciendo: «Todo está bien».