El hombre que confundió la dana con un cuño
«Polo no levantó el teléfono, ni puso voz al dato que estaba viendo en pantalla. En su cabeza, el correo bastaba. Porque el correo, como el dogma, salva el alma»

Ilustración de Alejandra Svriz
Hay hombres que ante el desastre rezan, otros corren, y algunos –los más temerarios– envían un correo electrónico. Miguel Polo pertenece a esta última cofradía. El presidente de la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ) es el retrato del funcionario posmoderno: no mueve un dedo sin un sello, no da un aviso sin un oficio y no pisa un charco si antes no ha pasado por Registro de Entrada.
El 29 de octubre del año pasado, cuando la dana arrasaba medio mapa valenciano, Polo vivía su propio naufragio administrativo. Mientras las calles se convertían en ríos, él navegaba por Outlook. A las 18.43, con el Poyo ya devorando vidas y casas, envió un correo avisando de que el barranco bajaba con 1.686 metros cúbicos por segundo, el doble de lo que soporta su cauce. Pulsó enviar, se recostó en la silla y dio por cumplido el deber. Nada calma más la conciencia de un funcionario que un email de una administración a otra.
La tragedia, vista desde su despacho, era solo una cuestión estadística. Los muertos, variables; las casas destruidas, datos agregados. Cuando declaró ante la juez, explicó con serenidad que todo era coherente con lo que estaba ocurriendo. El caos, al parecer, tenía coherencia. Y el silencio, protocolo.
Esa calma marmórea –tan fría como letal– no es de héroe, sino de superviviente. Polo pertenece a esa especie resistente que sobrevive a todos los colores porque nunca levanta la voz ni toca el teléfono sin permiso. La suya no es incompetencia activa, sino un tipo más peligroso: la obediencia pasiva. El arte de no hacer nada sin incumplir nada.
Su rostro, al llegar al juzgado, era el de quien ha entregado los papeles en regla. Camisa azul, mochila al hombro, gesto neutro. No es un culpable, es un funcionario. Y eso, en la España sanchista, lo absuelve todo. Porque el sanchismo ha elevado a categoría moral el no me consta, ha canonizado la ineptitud y ha convertido la prudencia en parálisis.
Miguel Polo no gobierna, tramita. No dirige, certifica. Es el burócrata perfecto. Obediente, impermeable y feliz en la rutina de los cauces habituales. Que los cauces naturales revienten ya es otro asunto. Lo importante es que el expediente fluya.
El 29 de octubre no fue solo el día de una catástrofe meteorológica. Fue también el día en que la Administración mostró su verdadero rostro, el de una estructura que se mueve al ritmo de sus formularios. La riada avanzaba a 1.600 metros cúbicos por segundo; la reacción, a cero coma cinco por hora.
«El presidente de la Confederación del Júcar no gobierna, tramita. No dirige, certifica. Es el burócrata perfecto»
Cuando la juez le preguntó por qué no avisó antes a la Generalitat o al Cecopi, Polo respondió que «no lo consideró necesario». Una frase que resume la tragedia con la precisión de un epitafio. Ni levantar el teléfono, ni avisar de la inminencia del desastre, ni poner voz al dato que estaba viendo en pantalla. En su cabeza, el correo bastaba. Porque el correo, como el dogma, salva el alma.
Y ahí sigue. Imperturbable, aferrado al cargo, ejemplo de que en España el error no se castiga, se recompensa. En cualquier otro país lo habrían apartado por mera decencia institucional. Aquí, en cambio, la fidelidad al procedimiento vale más que la competencia técnica. Si algo caracteriza al nuevo funcionariado del poder es su fe ciega en la obediencia jerárquica. Que se hunda el país, pero que el protocolo se cumpla.
La permanencia de Polo al frente de la CHJ es una parábola moderna, la del hombre que confundió la dana con un cuño. Y su moraleja es amarga. Porque no se trata de un caso aislado, sino del retrato de un sistema que prefiere el silencio al criterio, la docilidad a la eficacia.
Polo no encarna la maldad, sino algo peor, la inercia. Esa que convierte la administración pública en un inmenso pantano donde nadie rema y todos esperan que el agua baje sola. Su historia podría titularse La serenidad del hundimiento. Mientras el desastre arrasa, él conserva la compostura. Y el puesto.
Quizá, cuando un día deje el cargo, nadie recuerde su nombre. Pero su legado quedará flotando como un correo sin respuesta en la bandeja de entrada de la historia. El del hombre que vio venir la riada y pensó que bastaba con pulsar ‘enviar’.