The Objective
José María Rotellar

La incoherencia de atacar a Israel y financiarse con su inversión

«Criticar a Israel sin renunciar a su capital es una pose ideológica, que queda en evidencia ante el hecho de que Israel financia buena parte de la economía global»

Opinión
La incoherencia de atacar a Israel y financiarse con su inversión

Ilustración de Alejandra Svriz.

Por supuesto que algunas prácticas de las que está impulsando Netanyahu son inadmisibles, pues hay que parar cualquier ataque a la población civil; pero no conviene olvidar que quien expone a dicha población civil son los terroristas de Hamás, que los emplea como escudos humanos, además de recordar la masacre realizada por dichos terroristas en Israel. No debemos olvidar cuál es la única democracia del Oriente Próximo y cuáles son los terroristas.

Adicionalmente, la política internacional está plagada de contradicciones, pero pocas alcanzan el nivel de paradoja que observamos en el debate sobre Israel. Desde foros multilaterales hasta universidades occidentales, se multiplican los discursos y campañas que buscan aislar al país. Sin embargo, quienes más levantan la voz contra él disfrutan de los frutos de su capital, de sus innovaciones y de sus inversiones, sin los cuales la economía global sería mucho más débil. Atacar a Israel desde la tribuna ideológica mientras se vive de los retornos que generan sus fondos es, como mínimo, un ejercicio de incoherencia.

Israel es, con toda justicia, conocido como la startup nation. Con poco más de nueve millones de habitantes, el país ha logrado convertirse en líder en innovación tecnológica, en biomedicina, en ciberseguridad, en software financiero, en energías renovables y en agricultura de precisión. Esa capacidad innovadora no se queda en casa: se traduce en inversión internacional y en la presencia de fondos israelíes en medio mundo.

Basta con observar el mapa de las inversiones de capital riesgo y de private equity. Los principales fondos israelíes participan en proyectos tecnológicos en Silicon Valley, en Europa y en Asia. Grandes multinacionales –muchas de ellas estadounidenses y europeas– recurren a los desarrollos de compañías israelíes para reforzar su competitividad. Es decir: la prosperidad de nuestras economías, la creación de empleo en sectores de futuro y hasta la rentabilidad de nuestros fondos de pensiones dependen, en parte, de ese flujo inversor y dinamismo empresarial.

La contradicción se hace evidente cuando quienes abogan por boicots contra Israel –movimientos académicos, colectivos políticos o incluso gobiernos– mantienen a la vez carteras financieras que se benefician de las empresas israelíes. Universidades que votan a favor de campañas de exclusión poseen fondos indexados donde aparecen firmas tecnológicas del país. Gobiernos que critican con dureza al Estado hebreo adquieren material de defensa desarrollado por ingenieros israelíes para proteger a sus propios ciudadanos y venden su deuda pública, para financiarse, a fondos con capital israelí. Consumidores que secundan campañas de rechazo, usan a diario aplicaciones, sistemas de ciberseguridad o dispositivos médicos con patente israelí.

«Muchos de los discursos contra Israel parten de un prejuicio político, no de un análisis económico serio»

No se trata de una cuestión menor. Es la prueba de que el ataque ideológico es gratuito, pero la dependencia económica es real. Resulta sencillo organizar protestas contra Israel en un campus universitario; más difícil sería renunciar a la tecnología que permite mantener en pie la red eléctrica, proteger las cuentas bancarias o garantizar la producción agrícola. Y todo eso, en gran medida, viene de la innovación israelí.

El problema de fondo es que muchos de los discursos contra Israel parten de un prejuicio político, no de un análisis económico serio. La economía, sin embargo, es tozuda: se alimenta de inversión, de productividad y de competitividad. Y en esas tres áreas, Israel es un socio imprescindible.

Atacar a quien aporta capital, innovación y empleo es dispararse en el pie. Ninguna economía moderna puede prescindir de las redes de inversión global en las que participa Israel. Renunciar a esa interconexión equivaldría a aceptar un empobrecimiento voluntario. Pero eso es algo que rara vez reconocen los críticos: prefieren sostener el dogma ideológico mientras disfrutan en silencio de los beneficios financieros.

Como he dicho antes, incluso los Estados que critican con dureza a Israel dependen indirectamente de sus inversiones para financiar su propio bienestar. Los fondos de pensiones europeos, que sostienen la jubilación de millones de ciudadanos, están invertidos en índices donde Israel tiene un peso creciente. Lo mismo sucede con la deuda pública: los capitales que fluyen de fondos con participación israelí ayudan a financiar el sucesivo déficit presupuestario en países que, al mismo tiempo, adoptan resoluciones parlamentarias contra Tel Aviv.

«La retórica puede generar titulares, pero la economía determina la prosperidad»

Es una paradoja que debería invitar a la reflexión. Si de verdad se considera que Israel es un actor ilegítimo, habría que renunciar coherentemente a toda esa financiación, aunque ello supusiera menor rentabilidad, menor capacidad de gasto y menor bienestar. Pero nadie lo hace. Y no lo hacen porque saben que el coste económico sería insoportable.

La incoherencia de atacar a Israel mientras se vive de sus inversiones pone de manifiesto una brecha peligrosa entre la retórica política y la realidad económica. La retórica puede generar titulares, pero la economía determina la prosperidad. Y la prosperidad, en el mundo actual, no puede comprenderse sin la participación de Israel en los flujos de capital, en la innovación tecnológica y en el comercio internacional.

Quien critique a Israel debería ser honesto y renunciar a los beneficios que su inversión genera. Si no lo hace, lo que demuestra es que, en el fondo, reconoce la importancia del país para el crecimiento económico. Y en ese reconocimiento tácito se revela la contradicción: se vive de lo que se denuesta, se disfruta de lo que se ataca.

En definitiva, la crítica a Israel sin renunciar a su capital no es más que una pose ideológica sin coherencia, un gesto vacío que queda en evidencia frente a la contundencia de los hechos. Y los hechos son claros: Israel financia, directa o indirectamente, buena parte de la economía global. Atacarlo es, por tanto, atacar a la misma base que sostiene la prosperidad de quienes lo critican.

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