Paradojas del premio Nobel
«Poco tienen que ver con la literatura, mucho con la suerte y el aire de los tiempos. Leyendo a Bernhard concluí que cada vez que le daban un premio le humillaban»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo bueno, lo mejor del fallo –gran palabra, para la ocasión– del premio Nobel de literatura que ayer se otorgó al escritor húngaro László Krasznahorkai es que se acabaron las especulaciones, las apuestas y los reportajes sobre los candidatos más plausibles.
Hay algo, me parece, intrínsecamente… vulgar en el Premio Nobel de Literatura: «Oh, Dios mío, se han reunido los miembros de la Academia Sueca y van a decidir a quién le dan el premio más importante».
–¿Los miembros de qué?
–De la Real Academia.
–¿De la Real Academia Española?
–No, de la Real Academia Sueca.
–Ya. Importante institución. ¡Prestigiosísima! Supongo que en las deliberaciones y en las votaciones participará Johansson.
–Sí, claro, y también Petersson.
–Claro. No podía faltar. Sería interesante también conocer los gustos de Olssonson.
–Pues mira, creo que todos ellos, y también Albertonsson, difieren del criterio de Frustruftenksson.
–Ya imagino. Buf, qué nivel. Y qué suspense.
No se acaba de entender que se le dé tanta importancia al premio sueco, a no ser que lo consideremos otro fenómeno fosforescente de la «sociedad del espectáculo». Una variante digamos culturalista de los Oscar de Hollywood, aunque con menos petardas escotadas entre el público. Poco tienen que ver con la literatura, mucho con la suerte y el aire de los tiempos. Leyendo Mis premios de Bernhard, que es divertidísimo, saqué la conclusión de que cada vez que le daban uno le humillaban.
Alguien dirá, claro, que peor es que no te lo den. Y es posible que tenga razón. El éxito no es un éxito, pero el fracaso, aún menos, por distinguido que a veces parezca.
Y sin embargo, vi dos o tres años seguidos, en la Feria de Frankfurt, cuando coincidía con el fallo del Nobel, a un escritor, un buen escritor, candidato eterno que sin duda lo merecía, y que estaba sentado, en el habitáculo de su editor, tratando de mostrarse impertérrito pero por dentro consumiéndose de espera y de anhelo cuanto más se acercaba la hora del «fallo». Pasaba la gente por su lado, le miraba de reojo y susurraba: «¡Ese está nominado!».
Me conmovía. Falleció años después, sin conseguirlo. Lástima, porque le hacía ilusión, pero yo creo que a su escritura no le afecta: no es peor sin el Nobel, y no podía ser mejor de lo que ya era.
Veamos, los españoles que lo han ganado son Echegaray, Benavente, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre y Camilo José Cela. Para subir la masa puede añadirse la mitad de Vargas Llosa, pues aunque era peruano de nacimiento y de corazón, asumió también la nacionalidad española.
¿Alguien lee a Echegaray? ¿A Benavente? ¿Los versos de Aleixandre? ¿A Cela? Yo por lo menos no conozco a nadie.
¿El premio sueco ha contribuido algo a la supervivencia de la obra de JRJ y de Vargas Llosa? En nada.
Ha habido premiados que lo recogen, se ponen el smoking, o el chaqué, lo que sea costumbre, bailan el maldito vals, ingresan el cheque y luego procuran hacerse invisibles. Otros lo celebran a lo grande, con desbordante alegría, como Vargas Llosa. Otros lo rechazan pero reclaman la dotación, como Sartre. Hay quien no se toma la molestia de ir a recogerlo, como Bob Dylan, que envió a Patti Smith en su lugar, pues él estaba muy ocupado contando las puntas del gotelé de su dormitorio.
Hay quien lo persigue denodadamente, como Porcel, que invitaba a Johansson (¿o era Petersson?) a su casa de Andraitx y le hinchaba a paellas, pero, creyendo que no entendía el catalán, hacía sobre su invitado comentarios despectivos. Grave error. El sueco había hecho un curso de catalán en Gotemburgo, y entendía bien las palabras capsigrany y capdesuro.
Hay quien, como Cela, lleva a tanto su desprecio, que después de obtenerlo se dice: «¡Vale! ¡Ingresa el cheque, Marina! ¡Y ahora a por el Planeta!»