The Objective
Ricardo Dudda

Paz sin justicia en Tierra Santa

«Es un conflicto en el que solo pueden existir soluciones intermedias, en el que solo se puede alcanzar una paz precaria, nunca una paz con justicia»

Opinión
Paz sin justicia en Tierra Santa

Bandera de Palestina. | Marek Ladzinski (Zuma Press)

El otro día, Santiago Gerchunoff señalaba una paradoja sobre el acuerdo entre Hamás e Israel. Mientras en Gaza y Tel Aviv la gente celebraba, en Occidente el activismo palestino estaba decepcionado. «Quienes pedían el fin del baño de sangre parecen entristecerse justo cuando su deseo empieza a cumplirse. Lo que pierden no es solo una lucha: es una identidad». Me recordó al concepto «felicidad pública» de Hannah Arendt (filósofa de la que ha escrito en profundidad Gerchunoff). En su obra La condición humana escribe sobre los franceses que se unieron a la Resistencia contra el nazismo y que se encontraron a sí mismos en esa causa. Pero al acabar la guerra y volver a casa, su vida perdió cierto sentido y trascendencia: «Volvieron a entregarse a la irrelevancia ingrávida de sus cuestiones personales, una vez más separados del ‘mundo de la realidad’ por un eppaisseur triste, la ‘opacidad triste’ de una vida privada centrada solo en sí misma». 

El conflicto palestino-israelí garantiza un activismo eterno. Porque no tiene solución. Creo genuinamente que no viviré para ver una salida justa al problema. Con ello me refiero a que los palestinos acaben teniendo los mismos derechos que los israelíes, sea en dos Estados o en uno. En los 80 años del conflicto solo se han alcanzado momentos de paz. Se estudian los brotes de violencia (las guerras de 1949, 1956, 1967, 1972, 1982, las intifadas de 1987 y la del 2000) como si entre medias el conflicto estuviera en pausa. Pero como ha escrito Gabriel Zaid, la Guerra de los Seis Días, que empezó en 1967, todavía no ha terminado. Su fase 2023-2025 ha sido la más violenta, pero forma parte de la misma guerra

El acuerdo entre Hamás e Israel parece que va a iniciar uno de esos momentos de paz precaria. Se firma tras dos años del ataque terrorista del 7 de octubre y 70.000 muertos en Gaza (cada vez que alguien cuestiona las cifras le remito a este estudio de The Lancet que sugiere que es posible que sean incluso más). De momento, ambas partes simplemente han acordado un intercambio de prisioneros. Lo difícil será la segunda parte del plan: el desarme de Hamás, la retirada total de las tropas israelíes y la creación de una fuerza de pacificación dentro de Gaza. Todavía no hay acuerdo sobre ello. Los socios ultraderechistas de Netanyahu dicen que si se lleva a cabo romperán su alianza. Pero es importante que Hamás haya aceptado que no gobernará Gaza. Eso estaba claro sobre el terreno (en este conflicto lo que importa es lo que pasa en el terreno y no en los despachos); ahora está claro sobre el papel. 

La desconfianza del activismo palestino occidental no tiene nada que ver con esto. Su decepción no tiene que ver con la melancolía que produce un conflicto que está destinado desde sus inicios a no resolverse. Tiene más que ver con una posición absolutista, que en el fondo no es muy distinta a la del Gobierno de Netanyahu: la única solución aceptable, dicen, es una Palestina libre «desde el río hasta el mar» (es una frase que usan mucho los activistas palestinos, pero que también ha usado la derecha israelí desde hace décadas). Cualquier solución intermedia les parece una traición. Pero es que solo pueden existir soluciones intermedias. Es un conflicto en el que solo se puede alcanzar una paz precaria, nunca una paz con justicia. 

Ahora que cesan las bombas, Gaza irá desapareciendo gradualmente de las portadas. A las manifestaciones irá menos gente. No habrá más flotillas, y, si las hay solo, los más concienciados se enterarán de ellas. Es cierto que las cosas no volverán a la situación previa al 7 de octubre. El daño reputacional a Israel es altísimo. La hasbará, la propaganda israelí en el extranjero, ha fracasado estrepitosamente. El país ha recibido críticas muy duras de sus aliados; muchos de ellos, incluso, han reconocido el Estado de Palestina, algo impensable hace años. 

«Hasta los políticos israelíes más supuestamente ‘moderados’ están en contra de la solución de los dos Estados»

Y, sin embargo, a pesar de todo esto, lo que ha cambiado fuera no ha cambiado tanto dentro. Y si lo ha hecho, es para empeorar. La colonización silenciosa de Cisjordania sigue. El Parlamento israelí votó recientemente una proposición en favor de la anexión total de «Judea, Samaria y el Valle del Jordán», como denomina Israel a Cisjordania; era una proposición no vinculante, pero sirve de termómetro de la cuestión. La sociedad civil israelí es hoy, si cabe, más insensible al sufrimiento de los palestinos que antes: una encuesta de agosto mostraba que un 80% de judíos israelíes decían no estar preocupados por la hambruna y el sufrimiento de los gazatíes.

Hasta los políticos israelíes más supuestamente moderados (los que se vendían como alternativa moderada a Netanyahu) como Benny Gantz o Israel Herzog están radicalmente en contra de la solución de los dos Estados. Herzog ha hecho comentarios que no son muy diferentes a los de la ultraderecha israelí, como cuando dijo que «toda la nación palestina es culpable» de los atentados del 7 de octubre. Gantz, por su parte, dijo hace poco en un artículo en The New York Times que hay divisiones muy grandes en la sociedad israelí, pero que en la cuestión del Estado palestino hay un consenso amplísimo en contra. Lo dijo, obviamente, con orgullo, no con amargura. Es algo que un político israelí no se habría atrevido a decir tan abiertamente en una tribuna internacional. 

La paz llegará y se marchará, como siempre. Y la justicia, también como siempre, ni está ni se la espera.

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