The Objective
José Carlos Llop

Significarse

«Ha vuelto la innoble fiebre de agitar condenas con la frase sobre estar o no ‘en el lado correcto de la Historia’ y otras por el estilo, que a tantos llevaron a la muerte»

Opinión
Significarse

Una hilera de banderas frente a la sede de Naciones Unidas, en Nueva York. | Valery Sharifulin (Zuma Press)

Hay lugares donde las banderas tienen su mejor razón de ser: uno es las páginas de los atlas, donde observamos el variado colorido de los símbolos del mundo como en una colección de mariposas. Otro, los solemnes memoriales por los difuntos, acompañadas por la música correspondiente. La música y letra de La muerte no es el final es de las más emocionantes, tanto por su calidad hímnica como por su sentido. Hay más que también están muy bien. Por ejemplo, la francesa, que reúne en sí la mejor tradición festiva: basta ver cómo alegra balcones, calles y plazas en los mástiles y verbenas populares junto a los cables eléctricos que iluminan las bombillas desnudas. En cuanto a himnos, el británico –con la tradición de los Salmos cantados al fondo– y el ruso –de tradición zarista, creo– son los más imponentes. La Marsellesa estará unida para siempre a la película Casablanca.

De un tiempo a esta parte hay banderas que vuelven a ondear con aparentes ganas de pelea. Y ahí pierden la belleza simbólica que puedan tener –sobre la que tanto sabía el poeta Cirlot–, como pierden su enriquecimiento del mundo o su carácter solemne, que también es necesario en los rituales del hombre. Uno empieza a estar harto de tanto enfrentamiento vexilológico por parte de aquellos que las ondean sin saber siquiera lo que significa la Vexilología. Una pulsión violenta late por debajo, justificada en innobles ideales disfrazados de nobleza de sentimientos y combinada con las ganas retadoras de «significarse» o señalar a los que no lo hacen.

«Durante la guerra y postguerra española el término ‘significarse’ se empleaba bajando la voz»

Durante la guerra y posguerra española el término «significarse» se empleaba bajando la voz. «Menganito se significó» se decía, y el peligro se cernía sobre la cabeza de Menganito; o «Fulanito no se significó» (y eso también podía conllevar mala cosa). Porque la frase llevaba adscrita o una admonición o una amenaza (o ambas) y con los años, una pena o castigo ya pasados, pero muy reales. Detrás, el dolor de la Guerra Civil.

Ahora ha vuelto la innoble fiebre de exigir el pasaporte ideológico –o simplemente la manera de ser y de pensar, que siempre es compleja y cargada de matices– y agitar condenas con la frase sobre estar o no «en el lado correcto de la Historia» y otras por el estilo, que a tantos llevaron a la muerte. De momento no pasa de retórica demagógica con bomba de relojería no sabemos si activada. Pero es un paso más hacia lo peor de nosotros mismos: la negación del otro, del que no piensa como uno.

Ya lo vimos con la exaltación abanderada que nació durante el Procés y aún no nos hemos recuperado cuando volvemos a verlo ahora mirando hacia Oriente Medio. Por mi parte estoy pensando en encargar una bandera de la vieja república de Venecia, instalarla en el pararrayos y adiós a todo eso.  

Aunque, bien pensado, hasta una bandera tan bonita como la del león de san Marcos se presta, en momentos de algarabía y pensamiento cero, a interpretaciones venenosas. Durante la Ocupación alemana –lo cuenta Louis Pawels– vivía en París un anciano que vestía a la usanza del siglo XVII –peluca, medias negras y zapatos con grandes hebillas plateadas–, leía al duque de Saint-Simon y tocaba la espineta. Iluminaba con antorchas su comedor y apenas salía de casa. Vivía tranquilo, entre viejos pergaminos familiares, alejado de la Historia contemporánea. Cuando las tropas aliadas liberaron París, la agitación popular, los tiroteos y tumultos callejeros le molestaron profundamente. Salió al balcón armado con su pluma de oca y entre el temor y la irritación gritó: ¡Viva Coblenza! (La ciudad hacia donde huyó la familia real durante la Revolución). La gente no entendió su grito, que les pareció alemán, ni su estrafalaria vestimenta y actitud, que consideraron collabo. Subieron a su casa y lo molieron a palos.

Ni cambiar de época –cuando la tuya no te gusta– te dejan.

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