Después de la tragedia
«La barbarie de Hamás no elimina la exigencia de llevar la justicia a Palestina si Israel quiere superar su destino de país en permanente estado de guerra»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Parece que el horror está a punto de acabar con el pacto entre el Gobierno de Israel y Hamás, forzados ambos por el big stick, por la garrota esta vez benéfica de Donald J. Trump, heredera de la esgrimida hace más de un siglo por el primer Roosevelt. Es sabido que aquel presidente, guerrero donde los haya, recibió el Premio Nobel de la Paz por su mediación para acabar la guerra ruso-japonesa. Como todo el mundo también sabe, Trump aspiraba a sucederle, aunque ha llegado un poco pronto para sumar méritos y de entrada le falló Ucrania.
Cabe, pues, establecer hipótesis sobre las condiciones de una paz duradera, paradójicamente favorecida por la magnitud del desastre, y sobre todo por el insatisfactorio resultado conseguido al prolongar la guerra por quienes lo han estado protagonizando. Hamás ha tenido que sentarse a negociar con Israel, aunque fuera por intermediarios, lo cual supone una inclinación al reconocimiento impensable antes y después del 7-O. Ante todo, ha podido comprobar que su crimen primero, y su intransigencia después, han ocasionado la muerte de más de 60.000 palestinos y destrozado su pretensión de aparecer como verdadero portavoz de Palestina. Ha perdido.
En cierto modo, el viraje dado por Netanyahu es simétrico del observable en Hamás, ya que no ha podido consumar la venganza anunciada el mismo 7-0, exterminando a Ashkelón, el pueblo enemigo, y resignándose además a admitir la huida sin castigo de los supervivientes de Hamás. Más la retirada del Tsahal y el regreso a la dinámica del canje desigual, esta vez de secuestrados del 7-0, muchos de ellos cadáveres, por una masa de presos palestinos. También ha perdido.
La presión internacional, y el consiguiente aislamiento de Israel, han intervenido sin duda para doblar el pulso, si no de Netanyahu directamente, de Trump. El discurso de Netanyahu ante los bancos vacíos en la ONU valió más que cien condenas. Y de momento Trump ha de renunciar al proyecto de una Riviera de Gaza, tras la limpieza étnica de sus pobladores, echándose encima una muy ardua responsabilidad. El triunfo puede ser el prólogo de una enorme frustración, si lo que se presenta como paz es solo un armisticio.
De cara al futuro, es preciso partir de que esa conciencia de los respectivos fracasos puede servir de aliciente para que el realismo impere sobre la pulsión vengativa, la cual, después de todo lo ocurrido, no va a desaparecer como por encanto. Por añadidura, los obstáculos se acumulan y en gran medida proceden de la situación anterior al 7-0. Su examen lleva desde un primer momento al pesimismo, porque algunos de ellos, vistos desde ahora, se presentan como insuperables.
«Lo importante será ver si Hamás acepta, como al-Fatah en el pasado, que la lucha armada y el terror llevan al suicidio»
En cambio, paradójicamente, no lo son tanto las dificultades para la coexistencia de los dos Estados, a primera vista imposible, no solo por el rechazo rotundo de Israel, sino por la inviabilidad del Estado palestino, dividido en dos fragmentos, cuyo primer ensayo ya fracasó a partir de 2006. Aquello fue un desastre en el plano político, pero no tanto en la integración posible de Gaza y Cisjordania como economías subordinadas, y también complementarias, en relación al dinamismo de Israel. De hecho, como tales han funcionado en esos últimos 20 años, aunque será difícil que en los territorios próximos a Gaza se mantenga el trasiego de mano de obra gazatí que existía antes de la masacre.
El jarro se puede romperse de otro modo, y por ambas partes. Una de las causas del protagonismo de Hamás, origen y legado de su conquista electoral de Gaza en 2006, fue la impotencia de su rival y predecesora, al-Fatah, que detenta la legitimidad histórica y preside en Cisjordania la Autoridad Nacional Palestina. Es hoy una organización anquilosada, con un nonagenario, Mahmud Abbás, a su frente, lastrada por la corrupción y por la incapacidad de ejercer algo parecido al autogobierno en Cisjordania. Ha sufrido un enorme desgaste al verse obligada a soportar allí el dominio y la agresión permanente de Israel. Vale como símbolo, pero difícilmente como esperanza. Y además es dudoso que Hamás acepte de verdad su autodisolución. No parece estar dispuesta a ello. Estará ahí de un modo u otro: lo importante será ver si acepta, como al-Fatah en el pasado, que la lucha armada y el terror llevan al suicidio, propio y de su pueblo. Pero convendría establecer las condiciones para que el futuro no dependa de esa decisión.
El politólogo palestino Yezid Sayigh apuntaba, en Le Monde, que por lo menos Gaza, bajo un control internacional, si es efectivo, podrá verse libre del dominio israelí e intentar la organización de una vida política propia. Algo bien difícil desde un campo de ruinas. En la reconstrucción se juega todo y su premisa es que una fuerza internacional árabe reemplace efectivamente a Hamás en el Gobierno de Gaza. Si esto no se logra, Israel no se retirará y el círculo vicioso volverá a girar.
Por parte de Israel, de cara a una pacificación, Cisjordania es el gran obstáculo. No cabe esperar ese entendimiento casi imposible con el pueblo palestino si el Estado hebreo no acepta renuncias sustantivas a la ocupación ilegal del territorio desde 1967, agravada por una rigurosa opresión, policial y militar, más la secuencia que no cesa de asentamientos. En una superficie de menos de 6.000 kilómetros cuadrados, inferior a la provincia de Madrid, se han ido instalando más de medio millón de judíos, a quienes es preciso añadir los 200.000 en Jerusalén Este, no solo ocupando tierras, sino creando redes de comunicación propias y preferentes, protegidas por el Tsahal.
«Ser palestino en Cisjordania es vivir peligrosamente. Más de 150 muertos en 2022 y cien más en 2023 registrados hasta octubre»
Las monarquías de los petrodólares, con Arabia Saudí a la cabeza, aceptarán la paz que se avecina, por seguridad y buenas expectativas económicas al lado de Trump, pero difícilmente pueden hacerlo los palestinos, convertidos en ciudadanos de segunda y de tercera clase en su propia tierra. Y la opresión no es simplemente sumisión, sino muerte. Ser palestino en Cisjordania es vivir peligrosamente. Más de 150 muertos en 2022 y unos cien más en 2023 registrados hasta octubre, más aún luego, mientras los colonos ejecutaban la expulsión casi ritual de los locales de tierras y casas, con el Tsahal detrás. El resultado político es claro. Sin dar alguna solución a este tema, ninguna paz auténtica puede ser duradera, aun reconociendo que la aplicación estricta de las resoluciones de la ONU, con la plena soberanía de la Autoridad Palestina, no ya del Estado palestino, pondría al Estado hebreo al borde de la guerra civil. Al margen de que nunca va a aceptar esa amputación territorial. Es casi imposible dar con una solución realista. Solo es claro que lo actual no debe seguir.
Eso no significa que el problema siempre vigente, la supervivencia de un Estado de Israel, bajo una permanente amenaza desde 1947, objetivo capital a preservar, no haya salido beneficiado desde el 7-0. Y no por Gaza, sino por su doble victoria, transitoria pero espectacular, sobre Hezbolá y sobre Irán. A modo de propina, también sobre el nuevo Gobierno de Siria, cuando tuvo que intervenir en defensa de los drusos. Por un momento, el duelo de lluvias de misiles entre Jerusalén y Teherán, pareció mostrar la vulnerabilidad israelí, pero el balance ha sido terminante en favor suyo. Más impresionante fue el aplastamiento de Hezbolá en Líbano, toda una demostración de tecnología destructiva y de violación despreocupada de las leyes internacionales para acabar con un enemigo. De momento, ese frente ha dejado de revestir la amenaza de los primeros meses.
El primer Trump organizó el pacto de Abraham, que reconcilió a las monarquías árabes con Israel, y tras la interrupción forzada por el 7-0, esa reconciliación puede convertirse en alianza duradera, política, militar y económica, sobre todo a medio plazo. Y la dictadura de al-Sisi en Egipto tiene todo el interés para sumarse a la misma, reforzando la propia estabilidad y la del conjunto, bajo el manto protector de Trump.
Para todos ellos, el gran obstáculo de cara a un happy end sigue siendo el mismo. La barbarie de Hamás no elimina la exigencia de llevar la justicia a Palestina, incluso, por interés propio, si Israel quiere superar su destino de país en permanente estado de guerra. A fin de cuentas, tal como están las relaciones de poder, no se trata de conseguir que sea el pueblo palestino quien asuma un pleno protagonismo, tomando las decisiones sobre su propio futuro, sino algo más modesto, que por lo menos las decisiones ajenas no sigan menospreciando sus necesidades y sus derechos. La plena soberanía no es hoy posible, pero un autogobierno efectivo, y ello requiere la figura del Estado, sí lo es.