La patria de los (peligrosamente) enfadados
«La doctrina de algunos partidos se ha transformado en una secta gigante en la que disentir o pensar equivale a traicionar. La duda o el debate se han vuelto blasfemias»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Cuando un político invoca concordia, es porque la guerra ya ha empezado.
Este 12 de octubre, Emiliano García-Page, en uno de esos arranques de rebeldía controlada a los que nos tiene acostumbrados, reclamó «recuperar el espíritu constitucional» frente a la «extrema polarización» que, según él, «se fomenta desde las instancias nacionales». Será –o no– postureo, pero el hombre tiene razón. Primero, al recordar que la Constitución se firmó para convivir, no para destruirnos; y segundo, al señalar que este Gobierno (con su partido al frente) ha hecho de la polarización una herramienta de poder. Ya lo prometió Sánchez: «Levantar muros». Aquí estamos: con el país hecho en trincheras unos zorros.
La polarización, como afirma Aurken Sierra, puede ser o un estado (la distancia real entre grupos) o una estrategia (el modo de agrandarla para convertir el odio en rédito electoral). Ante una clase política cada vez más esperpéntica, el votante, exhausto y desmovilizado, solo podría reaccionar ante la indignación. Y los más de 1.000 asesores del Gobierno lo saben. Por eso, se trata de que se vote con el hígado: de votar contra alguien, no a favor de algo. Así, la polarización deja de ser un síntoma y se convierte en el plan de campaña.
También sabe el ejército de técnicos que, cuanto menos culta, menos cívica y menos «consciente de lo común» es la sociedad, más rentable resulta dividir que convencer. Por eso, los nuevos catecismos –de una izquierda (ya enteramente extrema) y de una extrema derecha cada vez más orgullosa de serlo– excomulgan al tibio y canonizan al sectario. La política, que nació para administrar el conflicto, se dedica hoy a fabricarlo.
La polarización se ha convertido en la religión civil de nuestro tiempo, con sus profetas y sus herejes, sus dogmas y sus inquisidores. La doctrina de algunos partidos se ha transformado en una secta gigante en la que disentir (o pensar) equivale a traicionar. La duda o el debate, que en democracia no eran solo saludables sino esenciales, se han vuelto blasfemias.
«En lugar de contar lo que pasa, muchos medios compiten por confirmar lo que su lector ya cree»
Y aquí hay también la ecuación clara: los que más prisa tienen por polarizar son los que más motivos tienen para distraer. Cuando la corrupción aprieta, conviene desviar la atención y hacer que la gente no reflexione. Y para eso se necesita un coro de lacayos cortesanos. Ahí entra la prensa. Hemos pasado del periodismo de hechos al periodismo de afectos: en lugar de contar lo que pasa, muchos medios compiten por confirmar lo que su lector ya cree (las excepciones se cuentan con los dedos). Hoy uno lee ciertas cabeceras para indignarse más y mejor.
Hace tiempo, exactamente dos legislaturas, que la polarización condujo a la violencia simbólica. El problema es el salto que estamos dando ahora hacia la violencia física. La comisión antiviolencia ha impuesto sanciones a 38 de los muchos implicados en los vergonzosos altercados durante la Vuelta a España: manifestaciones azuzadas por el poder. Pero no es un caso aislado ni exclusivo de la izquierda. En Torre Pacheco, grupos ultras alentaron «cacerías» contra magrebíes tras una tremenda agresión. En Barcelona, una marcha «contra los judíos» –no a favor de Palestina– dejó 23 heridos. Y en un acto falangista, este mismo domingo, hubo 19 detenidos.
La violencia ya no es un accidente: es cada día más un clima. España es, gracias a una parte de su clase política, una patria de peligrosos enfadados. Pero aviso a navegantes: la polarización puede parecer rentable, pero a la larga resulta letal. Porque da poder a quien la aviva, pero lleva a la ruina a quien la practica.
Schumpeter lo advirtió hace un siglo: la democracia solo funciona si todos sus miembros se reconocen leales al mismo marco de juego. Hoy ese marco está resquebrajado. El deslucido y surrealista 12 de octubre, Día de la Hispanidad, lo ha dejado claro: para este Gobierno y para parte de la oposición, el constitucionalismo ya no es consenso, sino coartada.
Seguimos jugando a dividirnos como si la ruina fuera patrimonio del adversario, sin advertir que todos, absolutamente todos, vamos a acabar pagando los escombros. Ojo, que cuando la política se confunde con la demolición, el país entero puede acabar convertido en un solar. Al tiempo.