The Objective
Javier Benegas

El derrumbe moral de la izquierda

«La izquierda del siglo XXI, aferrada al resentimiento, se ha quedado sola, incapaz de hablar el lenguaje que las personas necesitan oír: el del ánimo, el de la esperanza»

Opinión
El derrumbe moral de la izquierda

Ilustración de Alejandra Svriz.

La historia siempre ofrece un respiro, una grieta por donde se cuela un rayo de luz. No lo anuncia: simplemente llega, como llegan las cosas que nadie se atrevía a imaginar, con gestos que parecían imposibles. Manos que se estrechan después de décadas de odio, miradas que ya no buscan venganza, sino descanso y alivio. La paz en Oriente Próximo es uno de esos rayos de luz. Durante muchos años, aquel conflicto ha sido el emblema del recalcitrante pesimismo de nuestra época: una herida imposible de curar, un fracaso inasequible a la razón. De pronto, lo imposible sucedió. No sólo palestinos e israelíes, sino el mundo entero celebró ese acuerdo como si fuera suyo. Por un instante, la humanidad recordó que el bien también es una fuerza política poderosa.

El significado de esa paz trasciende los límites de un territorio. En una época en que los gobiernos occidentales parecen competir por difundir y administrar el miedo —el climático, el identitario, el económico—, este acontecimiento ha irrumpido como una herejía. Un acto subversivo que devuelve a la política su propósito: resolver conflictos en lugar de rentabilizarlos.

Frente a este inesperado «milagro», la reacción de buena parte de la izquierda ha sido reveladora. Irritada ante la posibilidad de un final feliz, ha preferido denunciar una supuesta imposición imperialista antes que reconocer un éxito de la diplomacia y del sentido común. Su reflejo ideológico puede más que su impostado amor por la paz. De pronto, quienes se habían erigido en portavoces del humanitarismo se muestran incapaces de celebrar el fin de la matanza, y esa negativa dice demasiado de ellos: revela que su objetivo no es ser útiles, sino sólo parecerlo.

La izquierda del siglo XXI, para sobrevivir, necesita problemas eternos. Su razón de ser no está en resolver el mal que denuncia, sino en mantenerlo siempre vivo, administrarlo y rentabilizarlo, hacerlo inextinguible, porque si el conflicto se extingue, se extingue también su papel de redentora moral. De ahí su disgusto ante cualquier avance real: la mejora la desnuda y la deja expuesta en su inutilidad. Lo demuestra la reacción de algunas de sus voces más mezquinas.

Irene Montero, al conocer los términos del acuerdo de paz, afirmó que «no es un plan de paz, sino un plan de negocio y colonización», y volvió a acusar a Israel de «seguir matando palestinos mientras el mundo acepta este plan colonial». En la misma línea, ese portento que es Yolanda Díaz calificó el acuerdo de «farsa», asegurando que «no podemos legitimar esta farsa» y que «ningún proceso de paz puede excluir a los palestinos». En ambos casos, el reflejo ideológico pudo más que el falsario humanitarismo. Ambas declaraciones retratan a una izquierda incapaz de aceptar la reconciliación porque ve en ella el final de su propio relato: el del conflicto perpetuo, el del enemigo indispensable para sostener su superioridad moral.

«El presidente del Gobierno ha hecho de la división una técnica de supervivencia: nada une tanto a sus aliados como el resentimiento»

Esa incapacidad para compartir la felicidad del resto del mundo es el síntoma más nítido del agotamiento de una izquierda que apenas sobrevive aferrada al resentimiento. En España, esta actitud se percibe con especial nitidez. El presidente del Gobierno ha hecho de la división una técnica de supervivencia: nada une tanto a sus aliados como el resentimiento. La crispación es su oxígeno, y la reconciliación, su amenaza existencial. No es casual que mientras medio mundo celebraba el fin de una guerra, en Madrid se escenificara otra, simbólica pero elocuente: una Fiesta Nacional intencionadamente devaluada, despojada de solemnidad y cualquier atisbo de emoción. Un desfile vaciado de orgullo con toda la intención, y un vídeo oficial en el que la única enseña visible era la bandera palestina. No la española.

No fue un descuido: fue un mensaje. El mensaje de un gobierno que se sostiene sobre la desafección, que necesita recordarnos cada día lo mucho que nos separa y lo poco que merece la pena compartir. Frente a ese discurso cansado —el del miedo, la culpa y la hostilidad por siempre jamás—, el acuerdo de paz en Oriente Medio ha resultado demoledor, pues muestra que la reconciliación es posible y, sobre todo, deseable. Que las sociedades no sólo pueden sobrevivir al odio, sino curarse de él.

La izquierda del siglo XXI, aferrada a su teología del resentimiento, se ha quedado sola, incapaz de hablar el lenguaje que las personas necesitan oír: el del ánimo, el de la confianza, el de la esperanza razonable. La política del futuro no será la del miedo, sino la del ánimo.

Camus escribió: «En medio del invierno aprendí que había en mí un verano invencible». Esa frase contiene una enseñanza que la política contemporánea parece haber olvidado: el ser humano no necesita tanto certezas como esperanza y aliento para vivir. Esa confianza en que las cosas pueden mejorar, aunque no sepamos cómo ni cuándo, es lo que nos permite seguir trabajando, creando, votando, teniendo hijos y educándolos con devoción o simplemente levantándonos cada mañana. Cuando esa confianza desaparece, nos derrumbamos. La sociedad se derrumba, aunque las instituciones sigan formalmente en pie.

«En España la esperanza ha sido sustituida por una mezcla tóxica de mentiras, ironías y resignación»

El gran desafío de nuestro tiempo no es técnico ni económico: es anímico. Hemos construido democracias funcionales y economías sofisticadas, pero hemos descuidado el alma social, esa corriente de optimismo que hace posible la convivencia. En España, ese descuido se traduce en un país cansado, emocionalmente exhausto, donde la política ya no sirve para unir sino para dividir, y donde la esperanza ha sido sustituida por una mezcla tóxica de mentiras, ironías y resignación.

Durante demasiado tiempo, los gobiernos se han comportado como si el miedo fuese una forma de orden y la culpa, una política de Estado. Pero las sociedades no se sostienen a base de miedo: se sostienen con autoestima. Y no hay autoestima colectiva sin una idea compartida de dignidad. No hay proyecto nacional posible sin la convicción de que algo merece ser conservado, mejorado, defendido.

La política del ánimo no es un eslogan; es una forma de higiene social. No oculta los problemas, pero se niega a hacer de los problemas una identidad. No impone una felicidad obligatoria, simplemente se atreve a ofrecer un horizonte. En estos tiempos de crispación y temor, esa sencilla valentía, atreverse a creer que el bien es posible, es brutalmente revolucionaria.

España necesita esa revolución: recuperar la confianza, no en los políticos, sino en sí misma. El futuro pertenecerá a quienes sepan levantar más el ánimo que la voz; a los que entiendan que la esperanza serena también es una forma de coraje. Porque cuando una sociedad vuelve a confiar en sí misma, incluso el invierno más largo tarde o temprano termina.

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