The Objective
Jorge Mestre

Pedro Sánchez puede envidiar a Tony Blair

«Blair puede salir a la calle, hablar con la gente y recibir respeto. Sánchez, en cambio, necesita kilómetros de distancia y un cordón policial para sentirse querido»

Opinión
Pedro Sánchez puede envidiar a Tony Blair

Ilustración de Alejandra Svriz.

Pedro Sánchez mira a Tony Blair como quien ve pasar un Rolls-Royce desde un patinete eléctrico. No por el brillo del coche –que también–, sino por la envergadura de quien lo conduce. Blair es la prueba de que un político de izquierdas puede abandonar Downing Street y seguir siendo recibido con honores en cualquier parte del mundo, incluso por gobiernos conservadores o el del propio Trump. Pedro, en cambio, saldrá de Moncloa como quien huye del bar sin pagar la ronda, dejando la puerta abierta, la caja vacía y el país a oscuras.

Blair fue un estadista; Sánchez, un estorbo desde cualquier perspectiva, incluso la de género. Uno se ganó el respeto; el otro, apenas los aplausos de su coro de palmeros en nómina. El británico pudo equivocarse –Irak mediante–, pero sus errores fueron los de quien quiso cambiar el mundo. Los de Sánchez son los de quien solo quiso cambiar el colchón de su cama palaciega. Blair dejó una marca; Sánchez, una mancha que no sale ni con el blanqueamiento de TVE.

Cuando Blair llama, los teléfonos suenan. Cuando Sánchez marca, salta el contestador. Blair puede ofrecer su experiencia para facilitar un acuerdo de paz en Gaza. Y lo escuchan. Lo respetan. Lo sientan en la mesa de los mayores. Porque Blair pertenece a esa rara estirpe de socialdemócratas que creen en el progreso sin dinamitar el sistema. Sánchez pertenece a otra sauna, perdón quise decir fauna, la del socialista de moqueta, el que se dice de izquierdas pero usa el Falcon como un Cabify institucional, el que te habla de igualdad mientras reparte puestos entre los suyos como churros de San Ginés.

Uno firma acuerdos de paz; el otro, pactos con comunistas e indepes para sobrevivir un día más en el poder. Blair se rodeó de mentes brillantes; Sánchez, de adeptos obedientes que le ríen los tuits como si fueran edictos.

Vacíos institucionales y aspirinas simbólicas

El inglés llenaba auditorios; el español vacía despachos. Blair construyó un New Labour que sedujo a los votantes tories; Sánchez ha erigido una nomenklatura con sello de partido único, un politburó donde la obediencia pesa más que el talento y la consigna sustituye al debate. El de Downing Street tenía brújula; el de Moncloa, veleta. Su política exterior cabe en un eslogan –«cargaos la Vuelta», «salvemos a Maduro» o «titiriteros, a Israel»– y la interior en un tuit con emoticonos. Si Blair representaba la socialdemocracia del siglo XXI, Sánchez encarna el socialismo de plató, la izquierda de community manager.

Blair hablaba de futuro; Sánchez de pasado. Uno se rodeó de asesores con ideas; el otro, de cortesanos. Blair supo irse a tiempo; Sánchez no sabrá cómo hacerlo sin que le apaguen las luces. Blair podía permitirse un error porque tenía crédito; Sánchez se lo gasta todo en propaganda. Cuando Blair decía «reforma», el país se movía. Cuando Sánchez dice «progreso», te sube los impuestos y te baja la paciencia. Uno hablaba con Clinton y Chirac; el otro con Ábalos y Delcy.

«Blair habla en foros internacionales; Sánchez se hace selfis con Almodóvar»

Hay expresidentes que se convierten en referentes internacionales, como Blair, llamado por gobiernos de cualquier signo para mediar, asesorar o inspirar. Y hay otros, como Zapatero, embajadores honorarios de Maduro en los salones de la desvergüenza. Blair se sienta con Merz o Macron; Sánchez, si no se espabila, acabará en el banquillo de los suplentes de la historia, mirando los partidos por la tele y preguntándose por qué ya nadie le llama.

Uno cultivó relaciones; el otro, rencores. Blair buscaba consensos; Sánchez, conflictos. Mientras Blair asiste a las negociaciones de paz en Gaza, Sánchez sigue peleado con el pasado. Su guerra no es la de Oriente Medio, sino la del 36 revisitada en formato Netflix. Es el presidente que desentierra muertos para enterrar consensos, que legisla con espíritu de venganza y gobierna con los ojos puestos en su retrato oficial.

Blair tiene aliados; Sánchez, cómplices. Blair dejó un Reino Unido en expansión; Sánchez dejará un país dividido entre el hartazgo y la ironía. Blair reformó la izquierda; Sánchez la ha degradado a un eslogan en redes sociales. A Blair lo consultan; a Sánchez lo esquivan. En Bruselas lo miran como al invitado que se cuela en una boda sin estar en la lista. Blair puede salir a la calle, hablar con la gente y recibir respeto. Sánchez, en cambio, necesita kilómetros de distancia y un cordón policial para sentirse querido. Nadie duda de que Blair puede sentarse con Netanyahu o Trump para hablar de paz. Nadie imagina a Sánchez mediando ni siquiera con el servicio de la Moncloa.

La pifia institucional como paisaje habitual

El inglés es un político con convicciones; el español, un contorsionista ideológico. Blair podía citar a Isaiah Berlin; Sánchez a Koldo. Uno creía en la meritocracia; el otro en la dedocracia. Blair inspiraba discursos; Sánchez redacta guiones de series sobre sí mismo. Su biografía política es un manual de autoayuda para narcisistas con maneras de portero del Adán.

Blair creía que la política podía civilizar el conflicto; Sánchez ha demostrado que el conflicto puede ser la forma de gobernar. Blair habla en foros internacionales; Sánchez se hace selfis con Almodóvar. Blair tiende la mano; Sánchez nos pasa la factura.

En el fondo, la diferencia es de altura. Blair se sube al estrado de la historia; Sánchez al taburete de la coyuntura. Blair, incluso en sus errores, pensaba en el mañana; Sánchez, incluso en sus aciertos, piensa en las encuestas de Tezanos. El uno mira al horizonte; el otro, al titular. Cuando Blair abandona un escenario, lo despiden con aplausos. Cuando Sánchez lo haga, habrá que mirarse los bolsillos.

Pedro Sánchez puede envidiar a Tony Blair, sí. No por sus éxitos, sino por algo más elemental: por haber sido tomado en serio. Blair será recordado como un político que creyó en algo más grande que él mismo. Sánchez, como uno que creyó que él mismo era más grande que España. Su envidia no es solo personal, es existencial. Blair representa lo que él nunca será: un líder capaz de inspirar respeto en sus adversarios y confianza en sus aliados. Porque el británico hizo historia y sigue dejando legado. Pedro, en cambio, nos deja un relato de bazar y la factura de la flotilla a Gaza pegada en el parabrisas.

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