Lo indispensable es que no gobierne la derecha
«Gobernar solo para impedir que otros gobiernen es una forma de autoritarismo. Sin pluralismo, la democracia degenera en una hegemonía ideológica asfixiante»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En una entrevista radiofónica que concedió este jueves, el ministro Óscar Puente respondió con un desparpajo inquietante a una pregunta sobre la ausencia de Presupuestos Generales: «No es indispensable». La frase, dicha casi con suficiencia, encierra la patología de una forma de gobernar que se cree ajena a los límites institucionales y a la rendición de cuentas.
Porque presentar los Presupuestos no es opcional, es un mandato constitucional. Pero al sanchismo le da igual. Lo único que importa es que no gobierne la derecha. Y si para lograrlo hay que atropellar la Constitución, se atropella; si hay que dinamitar la separación de poderes, se dinamita; si hay que usar las instituciones como un parapeto partidista, se usan. Todo vale. El fin justifica cualquier medio. Y cuando un Gobierno convierte el poder en una cruzada contra los ciudadanos que se le oponen, se escribe el preludio de la dictadura. Gobernar solo para impedir que otros gobiernen no es pluralismo, es una forma posmoderna de autoritarismo.
El artículo 1 de la Constitución es la piedra angular del orden democrático español. En él se establece que España propugna como valores supremos la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Este último no es un adorno retórico, sino el principio que garantiza la convivencia de proyectos divergentes bajo un mismo marco constitucional. Sin pluralismo, la democracia se vacía de contenido y degenera en una hegemonía ideológica asfixiante.
Desde un punto de vista político, el pluralismo implica reconocer que la legitimidad no se agota en quien gobierna: también reside en la oposición, en los medios que fiscalizan, en los ciudadanos críticos. Desde el plano jurídico-constitucional, exige neutralidad institucional y respeto a las minorías. Y en el plano filosófico, es el reconocimiento de la falibilidad humana: nadie posee la verdad absoluta ni la receta exclusiva del bien común. Por eso Hayek insistía en Camino de servidumbre en que el verdadero enemigo de la libertad no es solo el totalitarismo explícito, sino el convencimiento de que se puede planificar y moldear moralmente la sociedad desde el poder a través del Estado.
Hoy asistimos a esa tentación reeditada. El discurso gubernamental ha convertido cualquier crítica al socialismo o a las políticas del Ejecutivo en algo criminalizable, en un delito de leso pensamiento. Se ha pasado de la discrepancia legítima a la persecución ideológica. Y esa demonización no es accidental: refleja un rechazo profundo al pluralismo que insufla oxígeno a la democracia liberal.
«Las ideas liberales y conservadoras no son una anomalía democrática, sino su origen»
Porque el pluralismo no implica turnismo, ni alternancia pactada, ni se agota en la existencia de diversos partidos. Significa que el debate público pertenece a todos y que los consensos deben nacer del encuentro entre divergentes, no de la imposición de una ortodoxia progresista que expulsa del espacio público a la mitad de la ciudadanía. Y conviene recordarlo: las ideas liberales y conservadoras –hoy englobadas con desprecio bajo las etiquetas de «extrema derecha» y «fascismo»– no son una anomalía democrática, sino su origen. Fueron esas ideas, y no otras, las que levantaron el edificio de las democracias occidentales, las que consagraron la división de poderes, la libertad individual, la propiedad privada y el imperio de la ley. Sin el pensamiento liberal y conservador, no habría Constitución, ni sufragio, ni Estado de derecho. Demonizarlas no solo es injusto, es un acto de amnesia histórica y una amenaza directa al pluralismo que garantiza nuestra libertad.
Siempre que un gobierno se arroga el monopolio del bien, lo que se construye no es una sociedad abierta, sino una comunidad disciplinada. Thatcher ya alertó contra los «falsos consensos», esos acuerdos prefabricados en los despachos que eliminan el conflicto legítimo para imponer una apariencia de armonía social. El socialismo actual parece haberlos adoptado con entusiasmo, rescatando así la vieja raíz largocaballerista del PSOE: la pulsión por gobernar no con los demás, sino contra ellos. Desde esta perspectiva guerracivilista, la democracia liberal no es más que una antesala transitoria hacia la dictadura del oficialismo. Hoy, como ayer, esa vocación de exclusión se disfraza de antifascismo y se blanquea con lenguaje inclusivo: toda crítica es «odio», toda discrepancia, «ultraderecha».
La libertad no se destruye con tanques, sino con dogmas. Se desvanece cuando el poder decide lo que es socialmente correcto y los ciudadanos aceptan el miedo y la equidistancia como una suerte de virtud cívica. Entonces la democracia se convierte en un decorado, en un ritual vacío: se vota, se aplaude, se calla. Y el ciudadano libre se transforma en súbdito obediente.
Y eso es lo que vemos hoy: escraches en universidades, linchamientos digitales y campañas de cancelación que persiguen la muerte civil de quien expresa una oposición extraña al ideario socialista populista. No son anécdotas aisladas: son el síntoma de una deriva autoritaria que, bajo la coartada del progreso, va laminando el pluralismo.
La batalla que tenemos delante no es partidista, es civilizatoria. Defender el pluralismo político como valor superior del Estado democrático es defender la libertad frente a las narrativas dogmáticas que pretende instalar el poder. Y cuando el presidente declara que gobernará «con o sin el apoyo del Parlamento», que los jueces que investigan la corrupción de su entorno hacen política, o que los presupuestos «son un instrumento, no un fin», está realmente reconociendo que la democracia misma es prescindible si no le sirve para impedir un gobierno de la derecha.